BUENACHE DE LA SIERRA, ENTRE LEÑAS Y ZOOLITOS

 

          


Siempre ha habido una suerte de querencia afectiva entre la ciudad de Cuenca (sus habitantes) y el cercano Buenache de la Sierra, uno de esos pequeños y encantadores pueblos que salpican las estribaciones un tanto ariscas de la Serranía y al que ahora se llega con cierta comodidad, dejando en el horizonte de historias pasadas no pocos relatos de dificultades cuando caía por aquí alguno de aquellos nevazos legendarios que se conocieron en épocas todavía cercanas y sin embargo con apariencias remotas, circunstancias ciertamente duras que las bonacheras (sí, en femenino) sorteaban diariamente para traer hasta la capital la leña con que alimentar el fuego de los hogares y los productos de la huerta destinados a surtir las mesas de los comedores. Tanta es la afición que siente Cuenca hacia su pequeño vecino que un buen día se pensó en invitarlos a formar parte del territorio de la capital, como estaban haciendo otros pueblos igualmente próximos, recibiendo una respuesta enérgicamente negativa. Mejor solos e independientes, dijeron, y así siguen, tan ricamente.

A Buenache de la Sierra se llega por una sola carretera, la que bordea el río Huécar hasta llegar a la bifurcación de Prado Saz, donde siguen conviviendo, a escasos metros de distancia, el viejo y el nuevo puente. Tras ellos, al frente continúa el camino hacia Palomera; a la izquierda, laa carretera se empina sin consideración alguna, bordeando todavía, en estos primeros metros, algunos hocinos y huertas de alegre presencia. En seguida cruzamos junto a la Cueva del Fraile, un paraje que siempre tuvo una especial predilección de los conquenses: no en vano aquí nacía el manantial que durante más de un siglo fue suficiente para abastecer de agua la ciudad, conducida hasta la urbe a través de un acueducto cuya polémica construcción no empece para nada su utilidad y que debería ser rehabilitado porque su importancia visual es considerable en el marco de la hoz.

Desde aquí, la carretera ya no va a encontrar reposo hasta llegar a su punto de destino. La subida, que ya dije es empinada, sin que se nos ahorren unas cuantas vertiginosas curvas, de las que sirven para probar el temple de los conductores. Hace apenas un par de años que la Diputación, propietaria de la vía, la acondicionó y asfaltó, cosa que se agradece. Luego viene un espacio amesetado, amplio, arisco y árido, que conviene cruzar despacio pues por aquí podemos encontrar uno de los escasos sabinares que siguen vivos, mermados en sus elementos, pero suficiente para admirar vistosos ejemplar de la juniperus phoenicea. Y un buen sitio, además, para aspirar sin recato ni control el poderoso olor del tomillar. Por aquí andaban, como Pedro por su casa, "liebres, ciervos, corzos, lobos y zorros", según la enumeración que hace Madoz. Ahora ya no tanto, pero algún ejemplar se puede ver de vez en cuando y cada vez más cerca del ámbito urbano.

El final del camino se precipita cuesta abajo en busca del pueblo, pero desde la parte alta, de un solo vistazo, se puede percibir la structura urbana del lugar, de sabor claramente popular en el que domina la sucesión de tejados rojos. Las calles son naturalmente enrevesadas, como corresponde. Ni siquiera existe una auténtica plaza mayor. Ayuntamiento e Iglesia, los dos elementos claves de los pueblos, están separados, cada uno en su espacio urbano, sin competir.

El Ayuntamiento es sencillo, sobrio, moderno y funcional. La iglesia, poderosa, situada en alto, domina con su volumen el apilamiento de viviendas que hay a sus pies. Hay una pequeña reja, habitualmente cerrada, que da paso a una empinada escalera por la que se llega al atrio ajardinado. La puerta de entrada está bajo un porche de feo hormigón. Lo que encontramos, al atravesar esa puerta es una nave de amplias dimensiones, cubierta por una bóveda de cañón en la que llama la atención la disposición del presbiterio, más alto que el resto del suelo; la cosa tiene su explicación porque debajo del altar se encuentra la sacristía. Esa zona del templo, que está dedicado a la Asunción de la Virgen, tiene un muy atractivo artesonado de casetones, de estilo plateresco, además de sorprender su forma octogonal. Lo peor es el retablo, totalmente deteriorado e incluso con dificultades de recuperación, porque le faltan varias tablas y las que tiene están completamente deterioradas.

Quedan en el pueblo algunos edificios dignos de ser mirados con respeto, por su estructura noble y popular. En la calle Lope de Vega, en el número 1, en el cerco blanqueado se puede leer todavía una fecha apabullante: 1666.

Desde cualquiera de las balconadas que se orientan al norte puede divisarse, a lo lejos y abajo, la plaza de toros y el recinto inmediato, en el que los amigos de la aventura pueden encontrar sugerencias para desarrollar sus aficiones, sobre todo las que requieren la compañía del caballo. Estas fueron tierras amablemente colonizadas por dinosaurios y otros compañeros de los tiempos jurásicos, pero no estoy seguro de que se esté difundiendo bien el papel que pudo corresponder a Buenache de la Sierra en la ruta trazado para dar a conocer lo ocurrido en aquellas lejanas épocas. Luego, avanzando los siglos, por aquí hubo canteras de jaspes y otras piedras ilustres, que sirvieron para ennoblecer la catedral de Cuenca, entre otros edificios de méritos, pero de eso ya no queda nada.

Lo que sí es digno de ver es la extraordinaria exposición al aire libre con que Fernando Buenache ha ido ilustrando no solo su propio mesón sino todas las tierras de alrededor, una actividad que comenzó un poco como al azar pero que ha ido desarrollando de manera incontenible hasta ocuparlo todo, de manera que en cuanto uno se encuentra a pocos metros del pueblo, empieza ver aquí y allá estos sorprendentes ejemplares de piedra o de madera, tomados de la propia naturaleza y que adoptan figuras parecidas a los naturales. Artista de la piedra y mesonero al estilo tradicional en su propio pueblo natal, donde en 1987 abrió un local al que bautizó como “Las Pedrizas” y que quiso decorar con elementos naturales, piedras recogidas en las inmediaciones del lugar y que le fueron llamando la atención por sus formas, a las que buscó significado y que ha ido desarrollando a lo largo de los años hasta formar un auténtico museo donde se combinan la naturaleza y el arte creativo. Aquel movimiento espontáneo inicial encontró pronto el complemento de los hallazgos paleontológicos que se produjeron en la zona, con abundantes restos de dinosaurios, realidad que animó al artista a mejorar la estructura de su colección, surgiendo los “zoolitos”, nombre que dio a las piedras en forma de animales, a los que siguieron los “gastrolitos”, que adoptan la semejanza de productos culinarios tallados en piedra. Posteriormente ha desarrollado los “troncosaurios”, a partir de troncos de madera igualmente parecidos a figuras animales. Las piezas son totalmente naturales, sin apenas intervención de la mano humana para corregir algunos pequeños elementos.

Más allá de esta sorprendente exposición se abre el espléndido panorama de la Serranía de Cuenca. Por la calle de Fuente Gaspar dejamos atrás Buenache de la Sierra, bajando hacia el valle por donde el camino sigue hacia Uña y el embalse de La Toba y, en otro sentido, hacia Beamud y de ahí en adelante, todo un caudal de sensaciones y encantamiento.

 

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