Buenache de Alarcón se encuentra situado en una enorme planicie,
muy manchega, podría decirse, por ser fiel a los tópicos, sobre la que apoya el
caserío adosándose a la tierra de manera tal que apenas puede vislumbrarse
ninguna edificación sobresaliendo del suelo hasta que el viajero ya está encima
del lugar. Eso es solo una impresión pasajera, la del inicial conocimiento del
espacio a donde hemos llegado, un pueblo
antiguo, con leves indicios que hablan de pequeños restos ibéricos y otros,
igualmente mínimos, de la cultura visigoda. Lo cierto empieza en la
Edad Media, cuando estas tierras formaron
parte del condado de Valverde bajo el señorío de los Alarcón; uno de ellos, don
Pedro, fundó aquí un mayorazgo en favor de su hijo Diego, en 1466 y así entra
el pueblo en la historia, amparado siempre por ese apellido nobiliario al que
hace referencia el nombre del lugar y no, como podría pensarse, a la histórica
villa del mismo nombre.El núcleo central del
pueblo se articula en torno a la Plaza Mayor; de ella
sale la que podemos considerar como calle principal, con el nombre de la Iglesia, para enlazar ambos elementos, el
cívico y el religioso. La plaza es muy amplia, como no resulta frecuente por
estas tierras; es también de trazado regular y aunque todo en ella desborda
modernidad urbanística, conserva cierta gracia popular con su toque de moderado
señorío. Lo aporta, sobre todo, la presencia del Ayuntamiento, un elegante
edificio del siglo XVIII (en su frontispicio hay una fecha, 1802, y una alusión
al rey Carlos IV), situado en esquina, con una excelente portada en piedra y,
sobre la cubierta, un simpático pináculo para rematar la obra.
Frente al edificio
municipal, al otro lado de la calle, permanece en su sitio tradicional, aunque
ya con poca agua, la histórica fuente barroca que dio abastecimiento al pueblo
durante generaciones. La plaza se completa con tres fachadas de trazado armónico.
En la que sigue a la fuente hay un enorme caserón solariego (Casa Grande lo
llaman en el pueblo), austero como pocos, hasta parecer un convento pero no lo
es, sino residencia familiar, con sucesión de ventanas enrejadas en la fachada,
en cuya parte posterior permanecen las dependencias agrícolas propias de una
casona vinculada a los trabajos en el campo.
Visto
el amplio recinto civil procede hacer similar ritual con el religioso, pues ya
es sabido que en nuestros pueblos ambos poderes han ido secularmente de la mano
y raro es el caso en que uno proporciona predominio sobre el otro. De manera
que desandando unos metros lo andado por la calle de la Iglesia caminamos al
encuentro del templo, sabiendo de antemano que es un edificio digno de
detallada consideración, porque así lo proclaman las referencias. Para empezar,
sorprende su amplia volumetría, distribuida además en varios espacios
superpuestos uno a otro, lo que ofrece una agradable impresión de armonía
global, a pesar de la dificultad de poder verlo (fotografiarlo) al completo.
Es
un edificio del siglo XVI, que conserva algunos elementos del románico tardío
(el ábside, con una saetera medieval) y un bello artesonado mudéjar. Pero si la
visión exterior produce una impresión más bien discreta, el interior aguarda
con sensaciones totalmente contrarias. Lo diré de manera sencilla: es una
iglesia enormemente atractiva. Tiene tres naves, cubiertas por el ya señalado
excelente artesonado policromado y ofrece tanta amplitud interior como se
adivina desde el exterior; muy llamativo es el gran retablo del altar mayor,
barroco naturalmente, organizado mediante columnas salomónicas con abundante
decoración vegetal y ocupando todo el espacio del presbiterio, de manera que
por este sector no es posible contemplar el ábside. Hay varias capillas
laterales que ayudan a enriquecer la imagen visual de este notable edificio,
que está bajo la advocación del apóstol san Pedro.
Otra vez por la calle de la
Iglesia volvemos a la Plaza Mayor. Desde aquí, la continuidad puede
hacerse por la calle de San Sebastián, larga y no siempre recta, pero sí muy
ancha, anchísima incluso, podríamos decir, una vez superado el primer tramo, en
el que se encuentra el antiguo lavadero. La calle cruza en seguida el arroyo de
la Vega, ahora
encauzado y se pierde a lo lejos, camino de los campos, pero desde esta
ubicación, de tanta amplitud visual, es posible contemplar las dimensiones y
configuración del pueblo, con la estructura de la iglesia, tan abigarrada,
dominando cuanto hay a su alrededor.
En
cierto momento, la calle de San Sebastián se cruza con la calle Nueva (frente a
ésta queda la calle Vieja, en lógica concurrencia), también muy larga, pero más
recogida, con algunas casonas de interés, incluyendo la que aún luce el título
de La Fragua en recuerdo del antiguo oficio que
fue habitual en casi todos los pueblos, cuando era preciso herrar animales
tanto como cubrir necesidades domésticas. Cerca está la pequeña ermita de san
Isidro, de escuetas dimensiones, con planta rectangular y fábrica de sillarejo,
toda ella muy blanqueada. Antes se llamó de la Santísima Trinidad, pero en 1987
el pueblo llano, dominado por los agricultores, pensó que es más asequible la
figura del patrón campesino que la misteriosa enseña del más complejo dogma jamás
inventado por religión alguna.
Hay
otras dos ermitas en Buenache de Alarcón y para encontrarlas hay que buscar los
campos inmediatos, caminando entre las huertas. Si desde la Plaza Mayor
seguimos al frente llegaremos a la ermita de san Antón. Si tomamos un desvío a
la derecha, alcanzaremos la ermita de la Virgen de la Estrella. Empecemos por la primera,
siguiendo un breve camino, para encontrarla en seguida, en un rodal agrícola.
Es un pequeño edificio y tiene un aspecto encantador, como suele ocurrir con
estas construcciones rurales. Aunque la tradición del santo es remota, la
ermita no lo es tanto, pues fue construida en 1948 con la indemnización
ofrecida al pueblo por haber perdido la antigua, al quedar bajo las aguas del
embalse de Alarcón. Esta, aún siendo moderna, conserva el encantador espíritu
rural que tanto se agradece en este tipo de construcciones.
Mucho
más grande y aparatosa es la ermita de Nuestra Señora de la Estrella, la patrona del
pueblo, a la que se llega por otro camino, ligeramente desviado del primero.
Está en lo alto de un cerro próximo y también es de nueva construcción pues,
como en el caso anterior, la original quedó sepultada por el pantano. Pese a su
modernidad y ambiciosa volumetría, tiene el mérito de encontrarse en un paraje
ciertamente encantador, muy cuidado, apropiado sin duda para el desarrollo de
encuentros, romerías y visitas.
En
el regreso, desde la lejanía del camino, es conveniente volver una vez más la
vista atrás para contemplar el hermoso espectáculo de este abigarrado recinto
urbano desplegado con generosidad en el seno de la llanura manchega.
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