09 06 2022 QUOUSQUE TANDEM ABUTERE, CATILINA, PATIENTIA NOSTRA?
Lo que más me fastidia, indigna y solivianta, no es solo el desarrollo de una tanda de absurdas medidas administrativas y burocráticas, en su mayor parte inútiles e ineficaces. Lo que me solivianta es que, encima, quienes promueven esta calamidad colectiva, salen a la palestra para asegurar, con todo el rostro, que con tales desmanes ayudan a la sociedad, hacen que todo sea mejor, facilitan las gestiones, aumentan la productividad, reducen los tiempos de espera, promueven un más eficaz funcionamiento y, en definitiva, siguiendo a Voltaire, nos introducen en el mejor de los mundos posibles. O sea, exactamente lo contrario de lo que en realidad está sucediendo.
En su
reciente visita a Cuenca para hacer diversas cosas relacionadas con su
importante cargo, la ministra de Política Territorial y portavoz del gobierno,
la siempre sonriente y pizpireta Isabel Rodríguez, dejó para la comidilla
callejera y el cachondeo de los intrigantes algunas perlas luminosas. Una de
ellas, la que asegura que Cuenca va a ser pionera en España del experimento
bautizado como XCuenca (curioso eufemismo con el que se pretende ocultar el
hecho pavoroso de que los poderes públicos, todos a una, como los mosqueteros
famosos, han decidido eliminar el tren convencional), lo que de inmediato
provocó la natural reacción colectiva: claro, ensayan en Cuenca lo que no se
atreverían a hacer en ningún otro sitio de España, porque todo el mundo se les
echaría encima. Pero no es de eso de lo que quiero hablar hoy, sino de otro
asunto al que llevaba tiempo dándole vueltas y que saco ahora, precisamente a
raíz de una de las variadas declaraciones de la ministra en cuestión, al
anunciar, con la alegría correspondiente, la entrega de una cuantiosa
subvención (200.000 euros) al Ayuntamiento de Cuenca, para impulsar la
digitalización y ello, explicó por si alguien no lo entendía bien a la primera,
con el objetivo de facilitar las gestiones con la ciudadanía y prestar un mejor
servicio. Esto es, lo de siempre. A lo que se pueden unir otras declaraciones
similares de responsables de la Junta de Comunidades, igualmente apóstoles
verbales de la digitalización a ultranza, con la que aspiran a resolver
problemas asentados durante décadas y que se pueden localizar fácilmente a pie
de tierra y de calle, sin necesidad de entrar en un ordenador.
La cosa
ya venía desde atrás, pero este desastre reciente al que hemos llamado pandemia
llegó a tiempo para meterse de lleno en el mundo de la administración pública y
terminar de entorpecer lo que hasta ese momento funcionaba moderadamente bien,
con algunos desajustes que estaban siendo apreciados de manera cotidiana, pero
sin que el mecanismo empezara a chirriar, como hace ahora y a todos los
niveles. Yo podría contar aquí, como casi todos los ciudadanos, variadas
anécdotas que dejan en mantillas el famoso “Vuelva usted mañana” de Larra, pero
creo que no merece la pena porque, como digo, cada cual tiene su propio
catálogo de tropiezos y la correspondiente retahíla de maldiciones y aunque es
fácil, por lo común, echar la culpa a los funcionarios (que la tienen, por
supuesto, en parte), estoy convencido de que es el propio sistema, en su
conjunto, el que ha entrado en crisis por una acumulación de decisiones
administrativas que desde el Estado se han ido ramificando a todos los
departamentos de los variados órganos regionales y locales, hasta convertir la
gestión pública en un maremágnum de normas, órdenes, instrucciones,
requerimientos y controles que, encima, para mayor inri, es preciso tramitar
por vía informática, un procedimiento errático, plagado de obstáculos, fallos y
errores, que convierten lo que antes era un sencillo trámite presencial en un
angustioso encadenamiento de calamidades, que produce frustración y amargura,
muy lejos de la felicidad volteriana que se nos había prometido.
En
un terreno parecido, muy concreto, el de la banca, un ingenioso Carlos San Juan
puso en marcha la simpática campaña del “Soy mayor, no soy idiota” que aparte
su impacto mediático lo ha encontrado también en varias entidades, embarcadas
como todas en el disparatado proceso digitalizador sin límites, que ya están
retrocediendo con el anuncio a bombo y platillo de que en sus oficinas vuelve a
estar vigente la atención presencial y sin límites horarios, ni estúpidas citas
previas. Y el propio gobierno acaba de dictar órdenes para poner coto al
inconcebible abuso de todo tipo de compañías comerciales, a las que ahora se
obliga a sustituir las máquinas contestadoras por personas de carne, hueso y
voz humana, para responder como es debido a las consultas telefónicas que se
les dirijan. Algo que ellas mismas deberían haber sido capaces de implantar
voluntariamente, sin que nadie se lo imponga por ley.
La
informática, dicho así, en general, ha supuesto un considerable cambio positivo
en nuestras costumbres, en todos los aspectos, desde el uso cotidiano de un
ordenador como el que ahora tengo ante mí, en el que escribo este artículo
(nada que ver con la añorada máquina Underwood cuyas teclas debía aporrear con
energía para que las letras quedaran plasmadas en el papel), que enviaré a la
redacción del periódico por correo electrónico (nada que ver con el correo
ordinario, el fax, o la entrega en mano), donde será debidamente maquetado y
enviado al sistema de impresión digital (nada que ver con el fotograbado, las
linotipias y la rotativa) y así se completará un circuito para el que la
modernidad informática ha resultado ser un factor extraordinariamente positivo.
La
administración pública, a todos los niveles, debería hacer un alto en el
camino, analizar lo que está sucediendo, poner coto a los desmanes y
reestructurar el sistema para implantar medidas razonables y coherentes. Por el
camino actual solo se va a conseguir el cabreo colectivo y el desánimo
generalizado. Tal y como hace más de dos mil años proclamó el severo y adusto
Cicerón al comienzo de su primera catilinaria, conviene que quienes ostentan
cargos públicos y de responsabilidad no abusen demasiado de nuestra paciencia.
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