20 06 2020 PAISAJE DESPUÉS DE LA BATALLA
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Dentro de tres días entraremos en eso que los nuevos filólogos (los que han inventado palabras novedosas, algunas verdaderamente sorprendentes, incorporadas por las buenas al lenguaje cotidiano) han bautizado como “nueva normalidad”, lo que significa adelantar acontecimientos, intentar predecir cómo va a ser nuestra vida futura y de qué manera podremos o deberemos integrarnos en ella. Hay en todo este fenómeno muchas cosas curiosas, dignas de meditación. Entre las que más me sorprenden se encuentra la dócil aceptación colectiva de que ya nada volverá a ser igual que era antes del 13 de marzo. Los esfuerzos de la sociedad, con los dirigentes políticos a la cabeza, no se encaminan en el sentido de hacer todo lo posible para que regrese la normalidad, sino a sustituirla rápidamente por otra diferente en la que se implantarán costumbres que ni siquiera habíamos imaginado o que sabíamos se practicaban en otras culturas lejanas.
Por ejemplo, la costumbre vigente en las
sociedades orientales de llevar mascarilla cubriendo el rostro, saludarse con
una inclinación de cabeza (nada de besos ni abrazos) o dejar el calzado en la
puerta del hogar, entrando en él con otro más adecuado, medida esta última en
verdad muy razonable, porque tal y como están las calles, sólo se pueden
encontrar microbios, virus, bacterias y toda clase de porquería en el suelo,
que más vale dejar fuera y procurar no meterla en casa.
Hay otros planes en la perspectiva
futura que también parecen muy razonables, como el control de personas que
pueden estar a la vez dentro de un museo. En los que existen en Cuenca no suele
haber aglomeraciones, salvo los instantes en que hay una alegre excursión
juvenil dispuesta a recibir un baño cultural y artístico, pero recuerdo con
horror algunas experiencias terribles, con docenas de personas arracimadas
sobre la Gioconda en el Louvre o, la más espantosa de todas, la multitud
volcada sobre la Capilla Sixtina mientras los bedeles nos azuzan a todos para
que avancemos rápidamente y salgamos de allí dejando sitio a los miles que
vienen detrás. En adelante, se podrá disfrutar de esas experiencias con cierto
sosiego. Envidio a quienes puedan hacerlo.
De todas las novedades que nos trae el
mundo futuro que se nos viene encima hay una que me resulta especialmente
molesta y que, por lo que veo, nadie parece haber afrontado todavía en busca de
una solución razonable. Entrar en cualquier establecimiento pasa por la
limitación de aforo, de manera que sólo en los que son un poco amplios pueden
estar a la vez varias personas, pero en otros muchos, seguramente la mayoría,
sólo se admiten una o dos a la vez, lo que obliga a los demás a hacer cola en
la puerta, o sea, en medio de la calle. Ese es, desde luego, un espectáculo
sorprendente; las colas estaban previstas para cuestiones muy determinadas,
esperar el autobús, o entrar al cine o teatro, por ejemplo, pero tener que
hacerla para comprar el pan, buscar una medicina en la farmacia, recoger el
periódico, acceder al cajero del banco, comprar lotería o algunas otras
minucias parecidas no formaba parte de nuestras costumbres anteriores. Y hay
que hacer las dichosas colas en la calle. Cuando dentro de pocos días el sol
caiga a plomo sobre nuestros cuerpos o cuando en invierno caigan chuzos de
punta, sean de tormenta lluviosa o de nieve, junto con el frío, ¿quién va a
protegernos de tales inclemencias?
Los filósofos aseguran que los seres
humanos nos acostumbramos pronto a todo, incluso a lo peor. Me cuesta pensar
que esa sea una verdad aplicable a esta situación. Por lo que a mí respecta,
preferiría que, cuanto antes, se de por cancelada la nueva normalidad para
volver a la antigua que, con sus problemas y deficiencias, parecía más razonable.
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