29 05 2016 SINFONÍA DE COLORES Y ESPERANZAS





Sinfonía de colores y esperanzas

            A pesar de los cambios registrados en nuestra sociedad en el último siglo (qué digo: con medio siglo es suficiente para situar la referencia), a pesar de la implosión de la industria, del turismo, de nuevos mecanismos económicos, sociales y laborales, la nuestra sigue siendo una tierra vinculada a la tierra, a la producción agraria y, con lógica consecuencia, a los avatares que ofrece diariamente un sector tan aleatorio como cambiante. De manera que incluso quienes no tienen nada que ver porque no poseen un terruño, un huertecillo aunque sea doméstico y ni siquiera una maceta con lechugas, sienten (sentimos) la tensión acumulada que acompaña el devenir de los hechos en cada estación, en cada momento del proceso evolutivo de los campos.
            Ello afecta incluso a una ciudad tan poco campesina como Cuenca. La capital fue en tiempos muy lejanos un emporio agrícola y ganadero. Las cabezas de ganado se contaban por docenas de miles, como bien se encargan de recordarnos los autores de los memoriales redactados para recoger el repertorio de males que amenazaba a la pervivencia de la especie y también en las inmediaciones de la ciudad se extendían amplios y generosos campos de cultivo de cereales (¡e incluso de viñas!), como todavía se encargan de recordarnos visualmente los viejos caseríos (La Estrella, La Mota, El Pozuelo) que concentraban a su alrededor un horizonte sin fin de trigales, de los que ahora apenas si sobreviven unas pocas hectáreas.
            Pero el creciente predominio del carácter urbano no desaloja de nuestro ámbito de preocupaciones lo que pasa en el campo y por eso estos días, salir al aire libre, viajar de un sitio a otro, nos ofrece el extraordinario espectáculo de la naturaleza en pleno desarrollo de generosidad creativa. Cierto que para llegar hasta aquí se ha debido producir previamente el esfuerzo inicial, donde mucho tiene que ver la técnica aplicada por el ser humano (a pesar de que, como suele decirse, con algo de ironía, no hay forma de ver a nadie trabajando en el campo), pero si el cereal está creciendo de manera brillante e imparable, dispuesto a completar su ciclo y si las viñas apuntan ya los primeros brotes que nos llevarán hasta el otoño es claro que alguien se ha encargado de promover todo eso y cuidarlo.
            Para el espectador, lo que pasa estos días en el horizonte es algo maravilloso, digno de ser contemplado. Todo apunta a que este año la cosecha va a ser de las que hacen época; ningún obstáculo o inconveniente se ha cruzado hasta ahora en el camino, ninguna calamidad ha venido a enturbiar las esperanzas, ni siquiera los líos (para mí incomprensibles) que envuelven la PAC y otras historias similares parecen obrar en contra. En cambio, ajeno a todo ello, las mieses avanzan dispuestas a cumplir su ciclo vital. Todo va bien este año, comento con alguien que sí tiene intereses muy acusados que defender y mantener. No te preocupes, me dice con un punto de burla, ya verás cómo encontramos algún motivo para quejarnos. Pero por ahora no se queja: contempla el sembrado, mira al cielo protector, otea el ambiente generoso que envuelve la tierra. Todo va bien, en efecto y mientras cuentan los días para la siega preparan la sementera del girasol, porque en la tierra todo es un ciclo sin fin, una continuidad inacabada.
            Es admirable la visión dilatada de la tierra, totalmente ocupada por los sembrados hasta donde la vista alcanza. A veces, en ese panorama, un árbol solitario se mantiene enhiesto, sabiamente protegido. Puede ser un pino, quizá una carrasca: incluso las amapolas, lujuriosamente rojas, aunque dicen que son dañinas, o las margaritas espontáneas surgidas al borde de un camino, aportan su leve apunte cromático a esta sinfonía de colores que se ha apoderado del campo en esta primavera apenas mediada. Para los urbanitas, amantes del asfalto, el tráfico y las terrazas, la visión tiene mucho de vuelta a los orígenes, de retroceso a un tiempo en el que todo era agricultura mediante la vinculación directa y total del hombre con la tierra. Ahora, al menos, nos queda la contemplación de este maravilloso espectáculo.

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