UN PARAÍSO NATURAL ENVUELVE A BONICHES
Durante mucho tiempo, la carretera cruzaba por el interior del pueblo, hasta que hicieron el desvío que, como es cosa lógica, resulta más cómodo y rápido, sin necesidad de enredarse con el sinuoso trazado de las calles, pero es menos atractivo, o al menos así me lo parece, porque siempre que vengo por estos andurriales prefiero elegir el sendero de siempre, el que nos permite disfrutar de unos espléndidos paisajes, los que envuelven a Boniches y abren el camino del marquesado de Moya. Para hacerlo es preciso abandonar la carretera general, la N-420, tras haber bordeado los espectaculares roquedos de Las Corbeteras y sigue hacia delante, en busca de Cañete, mientras el desvío se interna en la plenitud serrana, en un firme no muy bueno, todo hay que decirlo, y mediante un trazado algo enrevesado, entre baches y curvas, que llevan a un punto de considerable altitud en el que es muy recomendable hacer un alto para contemplar el impresionante panorama que se abre ante vista. Ayuntaderos, le llaman, y es palabra de rotundo sonido y expresiva grafía. Abajo, ayuntan, se unen, fluye uno en otro, el río Mayor del Molinillo, que viene de Cañete, y el Cabriel, que procede de las altas cumbres serranas del Sistema Ibérico y aparece en lontananza, frente al espectador, y aunque es visión lejana se puede apreciar su brioso caminar, saltando sobre las peñas del fondo, para formar luminosas ondas que brillan al compás de la incidencia de los rayos del sol o las penumbras del atardecer.
En este enorme ventanal se puede
estar el tiempo que haga falta, porque todavía a nadie se le ha ocurrido cobrar
entrada para asomarse a un mirador natural; aquí no pasa el tiempo, tanto
sosiego se respira y tanta belleza se puede admirar, pero tras un tiempo
razonable conviene seguir avanzando, que todavía hay muchas maravillas que ver
y admirar. Aparecen pronto, porque estamos entrando en un territorio de enorme
riqueza geológica (asunto que debe quedar para los expertos y no para un
comentarista viajero), pero sin entrar en profundidades sí es preciso señalar
la presencia de una extraordinaria formación de rocas ferruginosas, en forma de
areniscas conglomeradas, de extraordinario brillo y variedad cromática, que
reacciona según los matices de la luz (del sol, sobre todo) para ofrecer un
mosaico de colores sobresaliendo entre la vegetación y dibujándose sobre el
fondo de las paredes kársticas que se delinean tras ellas.
El encantamiento de este paraje no
debe hacernos olvidar un hecho geográfico destacado y es que por aquí,
escondido a la vista, pero adivinado, marcha también el Cabriel, dibujando
líneas entre rocas y árboles; en un recodo, la mirada atenta puede vislumbrar,
si es diestra, la aparición de dos antiguos molinos y una espectacular chorrera
que dan forma a magnífica sinfonía de sonidos, olores y colores, con el rumor
del agua como fondo envolvente, sin que falte la presencia de huertas en las
que crecen hortalizas y frutales, en una generosidad verdaderamente feraz. A
este paraje los cronistas antiguos llamaron El Troqueadero y así se sigue
llamando.
Faltan ya pocos metros para llegar a
nuestro destino, el casco urbano de Boniches, que según relatos pasados tuvo un
cierto encanto rural, de formación urbanística asentada en los principios
tradicionales propios de la Serranía de Cuenca, pero eso fue antes, como ocurre
en casi todos los pueblos, aunque quizá en este se note más, porque aquí parece
que no queda piedra sobre piedra de lo que fue y hubo. Apenas en la parte más
alta del pueblo, a los pies del montículo que siguen llamando El Castillo, la calle que lo circunda
conserva un leve reflejo de su antiguo encanto. En ese cerro queda un lienzo
apenas perceptible de la que fue más que fortaleza pequeña entidad defensiva o
quizá solo una atalaya de vigilancia, vinculada a la red que protegía el
marquesado. Con buena voluntad y algo de imaginación puede advertirse la forma
de lo que debió ser una torre construida con piedra y argamasa, sin que pueda
siquiera advertirse cuál pudo ser la entrada, convertido ahora todo en una
estructura informe en lo alto de un enorme pedregal. En la parte baja del
pueblo todo ha sido modificado.
El
pueblo aparece ante los ojos del visitante arracimado bajo el áspero cerro que
lo domina, con la sombra tímida de las viejas piedras del torreón; la
carretera, convertida hoy en calle principal, parte en dos el caserío, que
vuelca sobre esta senda sus casas grandes y feas, entre las que se abren
tímidos huecos del viejo estilo popular, tan en retroceso ya que apenas si hay
espacio para verlo. Tiene Boniches también su río, encauzado, lo que transforma
la mínima corriente en un fangal estacando que bordea el casco urbano. Por
encima de él, unos antiguos pajares traen algo de poesía al rústico encanto del
pinar que domina el lugar. En los alrededores, surgen como hongos aislados
algunos chalets, inevitables ya en todos sitios.
La carretera sigue pasando por el
centro, cruzando la Plaza Mayor
a la que mira el modernísimo Ayuntamiento, bien enlucido al estilo andaluz, y a
su lado el antiguo cine, hoy fuera de servicio, como todos los que había en
estos pueblos. Antes de llegar a ellos, el caminante pasa junto a la iglesia,
que es sin exagerar una de las más feas moles que encontrarse puede, similar a
un garaje, en el que apenas si una minúscula torre rompe la horizontalidad de
la cubierta. Es un edificio de mampostería encalada, de construcción moderna,
sin ningún elemento artístico de valor, ni por fuera ni por dentro. Sobre la
cubierta se levanta un mazacote cuadrado en forma de torre. Seguramente debió
existir una iglesia anterior, construida quien sabe cuándo (el Catálogo
Monumental de la Diócesis no dice sobre esto ni una sola palabra) y destruida
probablemente como resultado de un proceso natural de ruina y en su lugar se
hizo ésta.
Por
detrás está la Plaza de España y las calles que, más o menos paralelas
a la carretera, forman el entramado urbano. Surgen nuevas casas y en ellas,
casi de manera inevitable, placas cerámicas de azulejos valencianos que
proclaman la creciente vinculación de estos pueblos con la cercana región
levantina. Para quienes de aquí salieron, la cita con el lugar natal sigue
siendo los fines de semana, el verano y, sobre todo, la fiesta de San Roque,
bien puesta en agosto, porque la otra que era tradicional, la de Pentecostés,
ya tiene menos arraigo, como me dicen los amables informadores siempre
dispuestos a descubrir los secretos del lugar.
Y se abandona el lugar con la
sensación agridulce que suscita tan extraordinario paisaje envolvente de una
formación urbanística que merecería mejores cuidados. Por delante de la
carretera esperan las tierras del marquesado de Moya.

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