23-01-2025 ALBALADEJO DEL CUENDE Y EL SONIDO DE LA RANRA
Ninguna carretera principal pasa cerca de Albaladejo del Cuende y, por tanto, ningún indicador anuncia el camino por donde se puede llegar a este pueblo del interior, no se si decir perdido u olvidado, que son conceptos muy propios de estas tierras de la España vacía, despoblándose a toda prisa, como señalan los datos, fríos pero contundentes: de 1134 habitantes en 1960 a poco más de 200 ahora mismo. Por si algún ciudadano lector siente la curiosidad de emprender el camino que conduce hasta aquí, diré que la carretera provincial por la que se puede llegar desde la capital es la que sale entre los baños de Valdeganga y el puente del Castellar, por La Parra de las Vegas. Escribí una vez que sólo algún que otro audaz aventurero, amante de lo desconocido y amigo de las soledades, se atreve a ratos perdidos a explorar estos caminos. Quizá aquello fue un poco exagerado o quizá yo ahora soy menos escéptico de lo que era entonces y creo que en este mundo nuestro, tan amigo de las experiencias y las novedades, sí puede haber un razonable número de personas que sientan los deseos de entretener el ocio o satisfacer íntimas curiosidades marchando en busca de lo que se adivina un ámbito de misterios casi virginales.
El
primer atractivo de Albaladejo del Cuende reside en su propio nombre, formado
por dos términos tan sugerentes. Al-balat es de origen árabe, equivalente a
camino; Santiago Palomero, que sabía mucho de estas cosas, asegura que pudo ser
una referencia directa a
que por el lugar pasaba una de las calzadas secundarias romanas que iba hasta
Valeria. Pero mucho más encantador es ese arcaico “cuende” (que ya no figura en
el Diccionario de la RAE) y que alude a no se sabe muy bien qué conde, porque
el lugar fue pasando de mano en mano, desde el medieval conde Pedro Manrique de
Lara al de Cifuentes, luego al de Valverde y finalmente, ya en el siglo XIX, al
de Santa Coloma. En cualquier caso, siempre ha habido un conde ejerciendo su
dominio señorial sobre estas tierras.
La ruta, desde que arranca en el
punto antes mencionado, va brujuleando de acá para allá, dando forma a
recovecos y cambios de nivel, a través de algunos campos cultivados y otros
dedicados a monte bajo, sin que falte algún rodal de amables pinos. Hasta que
aparece Albaladejo del Cuende que, por lo dicho antes, es villa
de antigua y noble consideración, palpable no solo en la sonoridad de su nombre
sino también en la poderosa imagen que se desprende de la voluminosa iglesia
asentada en lo alto de un cerro que domina el casco urbano y que uno piensa, la
primera vez que la ve desde la lejanía, que debe ser una hermosas arquitectura,
pensamiento, ay, que se desvanece tan pronto comienza la subida hacia el
montículo para descubrir que el objetivo situado en lo alto no es más que un
cascarón, una ruina. Porque este voluminoso templo, dedicado a la Asunción de
la Virgen, es sólo fachada, paredes, apariencia, diseño sobre el horizonte,
símbolo del pasado. Cuando se llega al fin hasta la cumbre del cerro y se cruza
la fachada sin puerta, lo que aparece es la desolación, la ruina, el abandono,
la techumbre inexistente, las hornacinas vacías, los yerbajos trepando sobre
los escombros.
A
los pies está el pueblo. Es pequeño, naturalmente, apenas cuatro calles de
corto trazado, casi todas en pendiente. A la entrada está la fuente, que debe
ser la misma que Madoz ensalza por ser “saludable y de muy buenos resultados
para el dolor de estómago y sífilis”. Casi todas estas calles tienen nombres
alusivos a cuestiones diversas, como Blanca, Olmo, Viciosa, Escalones, Odisea,
Esquinas, Rollo, Zorrera, Escuelas, Iglesia y, según me parece, uno solo
dedicado a una persona, Isabel la Católica. Dejo al buen criterio de cada cual
entretenerse con las explicaciones adecuadas a estos matices nominadores. En
una de ellas se encuentra el nuevo edificio que ahora es iglesia parroquial,
inaugurado en 1960. Parece innecesario decir que en esta sencilla obra de
arquitectura no hay nada que merezca la pena, salvo las piezas de orfebrería y
la pila bautismal antiguas.
Mientras
el viejo armatoste que fue casa de Dios se va derrumbando progresivamente, en
los aledaños del pueblo, como a un tiro de piedra del brazo de un buen pastor,
que diría un clásico, se mantiene lozana la ermita de la Virgen de las Nieves, algo
desproporcionada en sus dimensiones, con lo que es usual en estos recintos, por
lo común diminutos, capaces apenas de albergar una imagen y poco más. No es
éste el caso, sino que nos encontramos ante un verdadero templo, de
sencillísima obra popular, en el que destaca una tan espléndida portada, que
solo por contemplarla en vivo merece la pena el paseo hasta Albaladejo. Sólo la
espadaña, de ladrillo, contrasta en el conjunto, al que seguramente se
incorporó en época moderna, sustituyendo a la original que debió seguir el
destino de ruina que acongoja a tantos bellos rincones de nuestra tierra.
Cuando se produjo el desastre que terminó con la existencia de la iglesia
parroquial, el culto habitual se trasladó a la ermita, hasta que se pudo
construir el nuevo templo. Parece innecesario decir que la fiesta patronal se
celebra el cinco de agosto, día dedicado a la Virgen de las Nieves.
En estos parajes que fueron señorío
condal, sobre los que planea la sombra de unos sentimientos anclados en cultos
mágicos, donde el silencio y la soledad encuentran generoso cobijo, es lógico
que pervivan costumbres ancestrales. Aquí el carnaval no es desvergüenza
callejera, sino peregrinación de ánimas, y aunque ambas caras forman esta
moneda hoy tan devaluada, en Albaladejo del Cuende han encontrado un estilo
intermedio, purificado en los dos siglos y medio últimos, tiempo del que hay
constancia de la celebración de la fiesta. Ranra es el nombre de la celebración
y también es innecesario buscar su significado en el Diccionario. El tambor,
con su estruendoso sonido, es el protagonista incesante de la jornada,
compañero de las dos cofradías de ranreros que antiguamente vestidos de osos y
con las caras pintadas, ejecutan parsimoniosamente su papel, y buscan limosnas
en beneficio de las ánimas benditas mientras con el ruido de los redobles intentan
espantar a los malos espíritus. Ahora todos sus miembros visten de negro,
con camisa blanca y sombrero floreado, organizados los cofrades en dos filas
tras el abanderado y con un paje en medio. Es una
curiosa historia y una no menos curiosa fiesta, más digna de ser vista que
contada, suficiente pretexto para abandonar al menos por un día el cómodo
asfalto principal para internarse en las olvidadas tierras del interior que nos
pueden llevar a encontrar y conocer este singular y atractivo pueblo.
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