ABIA DE LA OBISPALÍA, EN EL CORAZÓN DEL TERRITORIO EPISCOPAL

 


Tras un ir y venir de curvas y recurvas, que siguen más o menos paralelas al cauce del Záncara, aparece Abia de la Obispalia. La carretera, estrecha y algo enrevesada, se puede tomar a la salida de Cuenca, en el pinar de Jágaba, aunque también se puede llegar por un desvío desde la autovía A-40. A primera vista, parece que el pueblo está formado por una sola calle, la misma carretera transformada en paseo urbano, sin más. Las impresiones iniciales no siempre son acertadas, aunque alguna vez pueda suceder. Este es el caso. En realidad, la calle así mencionada forma el borde inferior del caserío, que se organiza levemente en la falda del cerro en cuya parte más alta dormita la antigua iglesia, ya ruinosa, al lado de los restos que también quedan del que fue castillo y junto con ellos el cementerio. Desde esa altura se advierte la estructura en calles paralelas, adosadas a la loma, con la torre eclesial aún enhiesta, desafiante, dibujándose contra el cielo.

            Es casi imposible identificar el significado de Abia, salvo que se quiera interpretar como una derivación de “abadía”. Más fácil es entender la segunda parte del título, porque se sabe perfectamente que el lugar, ya habitado en el siglo XII,  fue entregado en señorío al primer obispo de Cuenca, don Juan Yáñez, por donación del rey Alfonso VIII.

Como ocurre con casi todos los lugares asentados en estas tierras del interior mesetario, es fácil deducir que también Abia de la Obispalía tuvo un origen remoto. Se han encontrado señales suficientes para datar los primeros asentamientos humanos en la Edad del Bronce, siendo el más notable de todos ellos el tesoro encontrado en la Cueva del Moro y formado por empuñaduras de espadas, brazaletes de oro y otros elementos. Todo ello se conserva en el British Museum de Londres y en España pudo verse en el año 2009, dentro de una exposición montada en el Museo Arqueológico de Alicante. Otro tesorillo formado por 23 denarios de plata, emitidas por Sertorio, se encontró en el paraje Cerro del Santo, en las proximidades de la ermita de San Jerónimo.

            La antigua iglesia, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, está en lo más alto, solitaria podríamos decir, pero no es totalmente cierto: a su lado se encuentra el cementerio y así los idos de este mundo terminan por convivir con aquella iglesia a la que, vivos, les parecía cosa dificultosa poder acceder. Del viejo templo, de estilo románico y grandes dimensiones (dicen que es uno de los mayores de este género construidos en la provincia de Cuenca) sobrevive su estructura básica, incluyendo una de las bonitas portadas, un arco de medio punto con su serie de arquivoltas; también se conserva el ábside semicircular, pero nada de la techumbre. Sí se mantiene en pie, con cierto orgullo, la hermosa torre, del siglo XVII, formada por tres cuerpos de base cuadrada salvo en el superior, el alojamiento de las campanas, que es octogonal y de sillería, rematado con cuatro pináculos de bolas en las esquinas. Inasequible a los destrozos del tiempo, la torre de la iglesia antigua de Abia muestra a todos su altiva presencia, en ese oteo permanente de un horizonte plagado de sensaciones.

            La modernidad se queda abajo, en la calle-carretera, donde el blanqueo de fachadas y paredes va siendo la nota dominante, con la plaza (detrás de ella está el Ayuntamiento) como punto urbano de referencia, a la que llega el agua de la Fuente del Saz. Al final de la travesía, cuando casi se acaba el pueblo, permanece en pie el más notable edificio civil del pueblo, una bella casona situada en la calle principal, de estilo popular, con dos plantas y cubierta a dos aguas con tejas árabe; la entrada principal se forma por un precioso soportal adintelado que apoya en dos columnas, sin que falten ejemplares de rejería tradicional. Al otro lado de la calle, frente a esa casona, se levanta otra edificación de carácter muy distinto, por su amplitud y estilo; es obra reciente, financiada por la generosidad de Agustín Fernández Muñoz, vinculado a las familias Barreiros y Polanco, quien falleció sin poder ver terminada su iniciativa a favor del pueblo: una vivienda tutelada para ancianos necesitados de este servicio; en recuerdo de este gesto altruista, la calle inmediata lleva su nombre.

            Al lado queda la iglesia actual, que en lo antiguo fue la ermita de Santa Catalina hasta que a mediados del siglo XVII la autoridad diocesana sugirió abandonar el templo original, el que hemos visto en lo más alto del lugar, con las naturales dificultades de acceso, “para que los enfermos e impedidos puedan acudir a los divinos oficios”, consejo que se atendió prontamente, trasladando el culto a donde, sin duda, es mucho más cómodo acudir. La iglesia, dentro de la austeridad de su obra, presenta una noble apariencia; construida en mampostería, con sillares en las esquinas, a ella se entra por una elegante portada renacentista con un atrio formado por un tejado a tres aguas apoyado en dos columnas de piedra. El interior, muy restaurado, se organiza mediante una sola nave muy alargada, con tres tramos cubiertos por bóveda de arista y una cúpula de media naranja sobre el altar mayor. La decoración es muy escueta: lo poco que sobrevivió al desastre de la guerra.

            Aquí, en esta sección inferior del pueblo, junto a la carretera, están las cuevas de vino, enterradas en la tierra, casi todas reformadas para seguir cumpliendo desde criterios modernos el rito ancestral que vincula la uva con el silencio y la oscuridad de las cavernas, ofreciendo mágicas insinuaciones en este áspero paisaje. Hay también, en los alrededores del pueblo, un calvario y afuera, ya en la carretera, una curiosa cruz de piedra a la que llaman la Cruz del Santo. Alfo más lejos, a unos cuatro kilómetros se encuentra la ermita de San Jerónimo, a la que se llega por un camino que sale al final de la calle de la Iglesia, para ir bajando entre cultivos agrícolas, campos de girasol y huertas hasta llegar al fondo de la hondonada donde se asienta el pequeño edificio, muy cuidado, en un atractivo paraje natural con abundancia de encinas y colmenas. Un espacio muy propicio para hacer, como es costumbre, una agradable romería el día que corresponde al santo, en el primaveral mes de mayo. Es un patronazgo compartido con María Auxiliadora, advocación de moderno cuño, porque surge en el año 1906, a partir de un cuadro regalado a la iglesia por Carmen Gutiérrez de León, que despertó pronto las simpatías populares por lo que tres años después el párroco Constantino Sevilla Martínez encargó una talla, destruida durante la guerra civil y sustituida por una nueva en 1942.

Hay chopos a la salida de Abia de la Obispalía; su visión continuada, en paralelo a la carretera, nos permite adivinar por dónde va el Záncara, un mínimo hilillo de agua, apenas perceptible, perdido entre la maleza que cubre sus riberas. En las laderas de las lomas que forman el borde natural del camino, aparecen a ratos las colmenas, también indicadoras de la antigua vocación mielera, latente por estos andurriales y en los espacios más abiertos, campos de girasol, algunos enormes. Es un pausado avanzar, sintiendo en el alma lamentos machadianos como envoltura melancólica del romántico paisaje por donde va tomando forma la Obispalía. Ese castigo bíblico al que llamamos despoblación ha caído sin piedad sobre Abia de la Obispalia, donde hoy apenas si vive medio centenar de personas, cifra bien alejada de aquellos 650 que habitaban en el lugar a mediados del siglo XIX.

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