BÓLLIGA, UN PUNTO URBANO EN EL CORAZÓN DE LA ALCARRIA


Emprender el camino hacia Bólliga significa para este viajero adentrarse en un territorio que le resulta especialmente sensible, el de la Alcarria de Cuenca, sobre el que planea desde hace ya varios años la sombra de la desolación paisajística vinculada directamente al abandono poblacional, con la consecuencia bien conocida de que las tierras, antes tan activas cuando eran laboralmente cultivadas, con el tránsito constante de ganados, son ahora páramos silenciosos, en los que es muy difícil encontrar a alguien dedicado a las faenas propias de la agricultura mientras que los pueblos dormitan como apagados, una vez llegado el invierno, en espera de que lleguen los alegres momentos de las fiestas y vuelvan al pueblo los emigrantes para animar calles y tertulias callejeras.

Bólliga es uno de esos pueblos que parecen como perdidos en el mapa y que hoy, encima, ha perdido su identidad como municipio para pasar a quedar integrado en ese magma creado en 1970 con el nombre de Villas de la Ventosa, en el que se agruparon, de manera más o menos voluntaria, varios de estos lugares, para entre todos dar una población que no llega a los 300 habitantes, menos, muchos menos, de los que tenía Bólliga a mediados del siglo XX. Así son las cosas y como sobre este asunto se ha hablado y escrito ya suficiente no hay por qué seguir dando más vueltas a algo que desborda con mucho el objetivo de un artículo como éste.

Hasta aquí se llega cruzando tierras alcarreñas, desde Villar de Domingo García, donde se deja atrás la carretera nacional que viene desde Cuenca y se toma otra provincial que apenas a diez kilómetros nos deja en nuestro destino, una villa surgida en la Edad Media, como casi todas y de la que hay muy pocas noticias históricas, porque incluso se dice que fue de realengo, o sea, independiente y adscrita directamente a la corona y sin embargo a partir del siglo XVII fue propiedad del marqués de Olías y Mortara, uno de esos señorones ilustres vinculado a las guerras imperiales, capitán general del Principado de Cataluña y que seguramente como premio por alguna de sus hazañas recibió el regalo de señorear este pueblo, en el que, me parece, no ha quedado el menor rastro de su hipotética presencia. Tampoco hay ninguna otra casona de noble presencia popular, de esas que gustan de ver, con sus elementos destacados, vinculados siempre a la madera y el hierro, como materiales nobles. En cambio, sí tiene Bólliga tres ermitas de cuidada conservación y una iglesia que tiene verdadero mérito.

El inefable Muñoz y Soliva, aficionado siempre a buscar las más originales etimologías, encuentra una curiosa vinculación entre el término Bólliga y el concepto bucólico, lo cual desde luego podría ser posible, pero no me parece que a los buenos campesinos del siglo XII les importara mucho el componente poético para bautizar el lugar que habían elegido para vivir y que, con toda certeza, debe tener un origen más prosaico. Sea como fuere, el lugar fue avanzando sin especiales problemas a lo largo de la historia, dicen que a la sombra de un castillo del que no hay la más ligera señal, hasta llegar al tiempo presente. El que sí existe, con presencia real, es el arroyo Garañoncillo, cuyas escasas aguas acarician el pueblo para luego seguir camino en busca del Guademjud, que es desde luego el gran río de estos parajes. A su lado, dominando el paisaje que envuelve al pueblo, las lomas alcarreñas son un canto visual a la arenisca y el yeso que matizan y caracterizan la envoltura natural del pueblo.

Tradicionalmente, dicen las referencias, tuvo fama la elaboración de esteras de esparto y telas de cáñamo. Eso, claro, fue cosa antigua. En algunos repertorios también se mencionan hasta un centenar de cuevas de vino. Alguna de ellas, por lo que me dicen, aún se recuperan de tarde en tarde para revivir la vieja costumbre de ir a echar un trago de vino durante la meriende y la charla placentera. En su ubicación, lo que queda de este conjunto ofrece una imagen melancólica, como adormecida en la falda del cerro.

El paseo por las calles de Bólliga no ofrece especiales atractivos visuales, salvo el que se deriva de saber que uno está inmerso en un pueblo sencillo, arrimado a la falda de un cerro en cuya cima se alza, dando la impresión de ejercer un firme poderío, una iglesia de volumen muy aparente aunque en la cercanía ofrece una visión mucho más discreta, no tanta como la que recoge el severo juicio del Catálogo Monumental de la Diócesis, donde se la califica de “construcción vulgar y tosca”, lo que es un poco excesivo. Sí es, desde luego, una fábrica sencilla, que no debió conocer los artificios técnicos de un buen arquitecto sino la habilidad artesana de albañiles de oficio, que dieron lugar a un edificio sólido pero sencillo, sin lardes decorativos, al menos en la zona exterior en la que, sin embargo, luce un magnífico crucero, de los mejores ejemplares que hay sobreviven todavía en algunos pueblos conquenses. La impresión austera que produce el exterior de la iglesia se compensa cuando se cruza la puerta de entrada y vemos el interior, formado por una sola nave cubierta por una bóveda de lunetos con un magnífico retablo barroco en el altar mayor, en el que destaca la imagen de la Virgen de la Asunción entre dos columnas salomónicas. Y no es lo único que se puede destacar en esta visita, que nos permite contemplar también otros retablos menores y varias tablas pictóricas de cierto interés artístico.

No puedo terminar la estancia en esta iglesia sin recordar a quien fue su párroco, Felipe Perea, con el que tantos vínculos mantuve (y ahora me parecen escasos) desde que lo conocí a mi llegada a Cuenca. Fue un sacerdote singular, no adscrito al clero regular de la diócesis, sino una especie de comodín que enviaban de acá para allá según conveniencias. Y en una de ellas llegó a la parroquia de Bólliga, a la que regaló una campana, cariñosamente bautizada como La Felipa. Recuerdo aquí la alegría del pueblo cuando volteó por primera vez y la cara de inocente satisfacción con que el cura contemplaba a su entregada feligresía.

Cuatro ermitas tenía Bólliga y tres aún permanecen en pie: la de san Roque, de planta rectangular, con un porche en la entrada; la de la Caridad, con un vistoso tejaroz en la entrada y cúpula de media naranja en el interior; y la más vistosa de todas, la de Santa Lucía, bien reconstruida. Son puntos de referencia a los que ir de romería (merendola incluida) como gusta hacer a los pueblos, sobre todo a los que regresan de vez en cuando. La de más concurrencia es la de san Roque, a mediados de agosto, una fecha muy propicia para estas cosas. Y que es, además, el patrón del pueblo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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