23 10 2025 BETETA, MUCHO MÁS QUE UNA HERMOSA BALCONADA
Todo lo que se diga es poco sobre el aislamiento de buena parte de la España interior, especialmente de los espacios serranos que se pueden considerar de manera general como la Celtiberia, así como de las dificultades comunicación para llegar a esas zonas que, por supuesto, jamás conocieron la existencia de algo llamado ferrocarril y a las que solo en épocas relativamente recientes llegaron carreteras dignas de este nombre. Pocos ejemplos hay tan significativos como Beteta, uno de los lugares más hermosos de la Serranía de Cuenca y también de los que más pertinazmente han permanecido sepultados en la ignorancia. Pocas comarcas, pocos espacios naturales tan bellos, con tantos atractivos, ha sido tan poco conocido y difundido hasta épocas relativamente recientes y aún hoy algunos de los itinerarios al uso lo dejan al margen, pensando quizá que es demasiado el esfuerzo requerido para internarse en él. Eso explica que pertinaces viajeros, como Antonio Ponz, que pisó prácticamente la totalidad de España, no se acercara hasta estas breñas o que un siglo después, en el espléndido libro Guadalajara y Cuenca, dentro de la serie España, sus monumentos y artes, su naturaleza e historia, publicado por José María Quadrado (1853) y actualizada por Vicente de la Fuente (1885) hablando del Guadiela, dice que nace “más arriba de Beteta, paraje de difícil acceso, al que dio cierta celebridad la fortificación allí construida durante la guerra civil de los siete años” frase que, siendo escueta, por lo menos aporta una referencia concreta a estos lugares.
Para llegar a Beteta es preciso
atravesar previamente la Hoz de Beteta, que surge de inmediato al cruzar Puente
de Vadillos y penetrar por un potente arco horadado en la roca. No hace falta
invertir mucho esfuerza en busca de calificativos encomiásticos: nos encontramos ante uno de los paisajes más
espectacularmente lujuriosos de color. La locura esplendorosa del cromatismo
natural desenvuelto ante nosotros, en una mezcla audaz de infinitos verdes que
se cruzan sin rubor con el rojizo de las laderas verticales de las rocas y los
tonos grises de los farallones de la vertiente superior. Hay aquí todo un
exuberante delirio botánico que se expone ante los ojos humanos para formar un
pavoroso despliegue de admirables tonalidades. Dentro de ese inmenso follaje discurre
el río Guadiela que ha nacido en Cueva del Hierro y corre presuroso en busca
del Tajo. La Hoz de Beteta puede ser recorrida a pie, por la vertiente
izquierda del río.
Al final de la Hoz, al fondo, destacando audazmente en lo
alto del roquedo, se yergue con verdadero señorío el espacio urbano en que toma
forma la villa de Beteta, que aparece habitualmente citada en
los repertorios antiguos dentro de la provincia de Guadalajara, como
consecuencia de la vinculación territorial de las familias que ejercieron el
señorío, ya que la conquista por tropas cristiana se hizo por tropas venidas
desde el Señorío de Molina. En la Edad Media, Beteta alcanzó una notable
importancia como punto de paso de rebaños; ya antes el Fuero de Cuenca asegura
que era una de las principales aldeas ganaderas de la Serranía, condición que
fue acentuada por los Albornoz al asegurar su papel como puerto y guarda de
frontera. Durante todo este periodo histórico, Beteta tuvo bajo su jurisdicción
siete aldeas: El Tobar, Santa María del Val, Lagunaseca, Masegosa, Cueva del
Hierro, Valtablado y Valsalobre (y antes dos más, Durón y Pinilla, que se
despoblaron), hasta el año 1821 en que todas ellas se segregaron, para formar
municipios independientes. Curiosamente, dos de ellas han vuelto a reintegrarse
modernamente en el término de Beteta.
Dominado el recinto urbano destaca
la mole, ahora un tanto informe, del Castillo de Rochafrida, que sufrió los
daños derivados de la guerra carlista y así, en estado ruinoso, ha llegado
hasta nosotros, aunque en fechas recientes la Diputación ha llevado a cabo una
obra de restauración que por lo menos permite conservarlo en pie y hacer que
sobreviva su hermoso título. Las murallas han tenido peor suerte: apenas si
quedan unos mínimos fragmentos que no dan idea de cómo era el anillo protector
del caserío.
Beteta
ha sido tradicionalmente uno de los lugares emblemáticos del urbanismo propio
de la Serranía de Cuenca, condición que sigue manteniendo pese a los desafueros
cometidos en épocas modernas por ese inmoderado afán de renovarlo todo, venga o
no a cuento y sea o no necesario. Como es siempre recomendable en estos
lugares, el paseo por las calles es el mejor ejercicio para admirar la esencia
constructiva y el carácter popular de la villa, con agradables rincones
envueltos por un sosegado ambiente en el que es posible encontrar espacios muy
apacibles, bajo la sombra, que antaño fue protectora y hoy es solo una ruina
con valor estético, de la fortaleza levantada en lo alto de un enorme peñasco
para proteger el paso por el río Guadiela y controlar debidamente la amplitud
del valle.
Como corresponde a un enclave
serrano, la construcción urbana se adapta a la topografía del terreno y en él
encontraron un espacio suficiente para diseñar la Plaza Mayor, en la que
abrieron, en uno de sus costados, un amplio balcón en forma de espléndido
mirador sobre el valle, que era bellísimo, naturaleza en estado puro,
hasta que colocaron en medio, bien visible, una planta embotelladora de agua,
utilísima sin duda, pero que emborrona el paisaje. Eso sí, ha traído trabajo y
dinero a la zona, y ante tan explícitos argumentos cuestiones como la belleza o
el paisaje pasan a segundo plano y se convierten en cuestiones insignificantes.
Delante del mirador, un monolito recuerda la figura de Juan Bautista Martínez
del Mazo, el pintor de cámara del rey, ayudante y yerno de Velázquez, a quien
se atribuye haber nacido por aquí.
Desviamos
la mirada para volverla sobre la Plaza Mayor, de trazado geométricamente
regular, renovada en su pavimento y delimitada por una solitaria calle que
cruza el pueblo de parte a parte y que deja, a su lado, la llamativa balconada
de madera que ha sido siempre una seña de identidad de Beteta. En la plaza
forman ángulo dos nobles a la vez que severos edificios, marcados por la
construcción en piedra, como corresponde a la esencia del lugar. Uno es el
Ayuntamiento, sencillo pero encantador, con su reloj que marca las horas y
rematado por un doble campanil, cosa infrecuente en las casas municipales. El
otro se identifica fácilmente por la leyenda que campea en su parte superior:
“Se construyó este edificio para Escuelas a expensas del S.C.R. D. Pedro Pascual
Rodríguez, año de 1884”.
Dichosa edad y tiempos dichosos aquellos en que se construían tales edificios
para escuelas y había filántropos capaces de financiarlos.
Pero
lo más vistoso de la Plaza Mayor de Beteta (y de todo el pueblo) es la fila de
edificaciones, tres en total, que conserva una cierta uniformidad en la que
destaca la balconada de madera que las unifica a todas, salvo la excepción
clamorosa (y este es uno de los pesares) de la última de ellas, que ha
sustituido los pies derechos de sabina por otros de vulgar mampostería,
desajuste visual que se compensa con la primera, la de más ortodoxa
conservación, que incluye el mantenimiento del magnífico tejado.
Desde aquí, por la calle
trasera, se llega a la iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Asunción,
construida en estilo gótico a finales del siglo XV, con una hermosísima portada plateresca, que ciertamente ennoblece
y embellece tan destacado edificio monumental y que es un elemento más que
añadir al excelente repertorio de atractivos que se puede encontrar en la villa
de Beteta.
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