14 08 2025 ATALAYA DEL CAÑAVATE, ENTRE EL FRAGOR DE LAS AUTOVÍAS
También es verdad que siempre ha
existido una buena relación entre Atalaya y su vecino El Cañavate, como pueblos
ambos vinculados al señorío que sobre toda la comarca ejercía Alarcón, pero
convivencia no significa dependencia y eso es lo que parece deducirse del
nombre todavía vigente, que se impuso también por una decisión burocrática a
finales del siglo XIX y por ello los vecinos del lugar quieren poner las cosas
en su sitio y volver a llamarse como se habían llamado durante siglos. Con
paciencia no queda más que esperar la rúbrica de la firma oficial que formalice
la decisión popular.
Aparte esta cuestión nominativa que
tiene su enjundia más allá de la aparente insignificancia del asunto, Atalaya
del Cañavate ha alcanzado una posición de especial relevancia en los últimos
años, al convertirse en un extraordinario nudo de comunicaciones, con varias
autovías coincidiendo en ese punto y aunque eso no afecta para nada a la vida
interior del pueblo, el que el nombre esté constantemente en boca de todos los
que van y vienen tiene su importancia, desde luego. Cierto que prácticamente
nadie de los que circulan por esas vías rápidas siente curiosidad alguna por
parar su presuroso camino y entrar a ver qué hay en esas calles que quedan al
margen del asfalto. Si lo hicieran, encontrarían un lugar pequeño, pero
bastante bien ordenado, con algunos elementos arquitectónicos de interés,
incluyendo los dos más importantes, el Ayuntamiento y la iglesia, con algunas
referencias historicistas a un lugar de interés arqueológico, el Cerro del
Santo, donde se descubrió una necrópolis y a una villa romana que se puso al
descubierto durante las obras de construcción de una de las autovías, fue
documentada y fotografiada y luego siguieron las obras, cubriéndola por
completo.
Para
llegar al corazón del pueblo, una vez que la carretera queda atrás, hay que
caminar por un paseo arbolado con chopos en el que no falta un antiguo pilón
para alimentación de ganado ahora sin utilidad y un mínimo riachuelo, con un
hilillo de agua. La entrada al lugar no es muy optimista: la primera calle es
la de la Amargura, que va hacia la izquierda; la segunda, la del Calvario,
hacia la derecha. Dos títulos muy castellanos, como corresponde al espíritu
doliente que caracteriza los ánimos tradicionales. En la plaza de España está
el Ayuntamiento, edificio de noble apariencia, dentro del estilo de
arquitectura popular construido en el siglo XIX y en el que se han realizado
obras recientes de remodelación, con el traslado de las oficinas municipales a
la primera planta, quedando la baja para el nuevo Centro Social Polivalente. Se
encuentra situado en una esquina de la plaza, ocupando un espacio cuadrado en
el que levanta dos plantas. El acceso cuenta con un soportal formado por dos
arcos de medio punto adovelados con acceso principal por una portada de arco de
medio punto. Desde la plaza sale la calle Real, donde se puede encontrar
una bonita reja, aislada, como perdida y reencontrada para ser incorporada a la
construcción moderna. Son muy interesantes estos detalles de supervivencia de
elementos clásicos en construcciones actuales; revelan la existencia de una
nueva sensibilidad, más culta, que entiende el valor de lo antiguo y procura
mantenerlos. Pero de todos los ejemplares de este tipo que se pueden encontrar
en el paseo por estas calles, el más valioso, sin duda, está en la calle
Florida, donde encuentro una hermosa casa antigua, una casa de labranza
tradicional, con dos portadas muy dignas y de evidente interés arquitectónico.
Una de las propietarias me explica que inicialmente era una sola edificación,
que fragmentaron en dos para repartir entre las hermanas que recibieron la
herencia. Evidentemente, las dos portadas proclaman la existencia anterior de
una casa solariega ahora transformada en la moderna edificación y en la que,
con inteligencia, como dije antes, han salvado esos elementos que ayudan a
imaginar cómo pudo ser la edificación original.
Toca ahora visitar la iglesia
parroquial, cita ineludible porque este templo es una pieza exquisita,
consagrada con la declaración de Bien de Interés Cultural, con la categoría de
monumento, en el año 2001. Y, en verdad, merece la pena acercarse a él,
rodearlo por todos sus lados, contemplar despaciosamente sus elementos
fundamentales. Uno, sobre todo, llama de inmediato la atención, la
magnífica portada estilo Renacimiento, de composición muy clásica y levantada a
mediados del siglo XVI, cuando la obra estaba ya muy avanzada pero aún
inconclusa, porque entonces tenía una sola nave, con entrada por la actual
calle de las Campanas y a la que luego se añadió una segunda nave, en la parte
oriental y todavía no se dieron por contentos, de
manera que posteriormente aún se llevaron a cabo nuevas intervenciones, como la
eliminación del coro y del púlpito y la sustitución de la solería tradicional,
de barro, por un pavimento de baldosa hidráulica. Un bonito atrio ajardinado envuelve todo el edificio y ello se completa con
un cerramiento enrejado, una envoltura que ayuda a fortalecer los aromas
placenteros que desprende esta iglesia, dedicada a Nuestra Señora de la
Asunción.
Bajando
por la calle de las Campanas se llega a las ruinas de la ermita de San
Bartolomé, y por la calle de las Manzanas se llega a
otro resto venerable, un antiguo molino del que se mantiene en pie la
estructura circular de piedra, pero sin techumbre. Es, como se suele decir en
estos casos, un hito en el paisaje, un elemento perfectamente inútil desde los principios
de la utilidad, pero extraordinariamente valioso como vestigio histórico y
cultural y, desde luego, en su implantación solitaria, vistosa, en el paisaje
que rodea al pueblo. Y aún para completar el paseo puede uno acercarse a ver un excelente
chozo de pastores, conservado en muy buenas condiciones; enfrente, en un
espacio descampado, se han ido depositando diversos aperos agrícolas con la
intención de formar un museo etnográfico. Más allá resuena el fragor del tráfico, una
autovía por aquí, otra por allá. Son miles de coches yendo y viniendo, sin
detener sus prisas para ver lo que realmente merece la pena.
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