ARGUISUELAS, VINCULADO A LA INDUSTRIA DEL CAOLÍN

 


Hay pueblos que permanecen escondidos en su lugar y no se adivina su presencia hasta que son claramente perceptibles en el horizonte, pero en cambio hay otros que se anuncian mediante unas señas inconfundibles que denotan claramente su carácter. Cuando se va hacia Arguisuelas, una vez tomado el desvío de la carretera en Carboneras de Guadazaón, el paisaje ofrece un llamativo contraste, porque en varios puntos -menos de los que los habitantes de estos pueblos quisieran- se abren a cielo abierto minas de caolín. Alguna tiene buen cuidado de proclamar a los cuatro vientos lo que se oculta tras ella, con un gran cartel que indica su nombre, pero otras prefieren permanecen en un silencioso anonimato, precaución innecesaria porque las montañas de polvo blanquecino que la rodea descubren en seguida la naturaleza del caso. Nos encontramos en una zona de alta concentración natural de este mineral, en explotación desde mediados del siglo XX. Los actuales yacimientos, orlados de blanco, contrastan con las hondonadas ya abandonadas, cruzadas por las heridas que en ellas dejaron las máquinas.

De Arguisuelas, lo primero que se ve es la estación del ferrocarril, que está junto a la carretera. Ya sabemos, porque una absurda e incomprensible voluntad humana así lo ha decidido, que esta estación y las demás de la línea, incluyendo los propios raíles del tren están aquí de adorno, son inútiles, no sirven para nada. Las generaciones futuras no tendrán la oportunidad de disfrutar del hermoso espectáculo de un ferrocarril cruzando audazmente estas montañas proporcionando una imagen bellísima. Para los que sí lo hemos conocido, es una imagen que alimenta la nostalgia.

Otro detalle más sobrevive por aquí y también merece la pena detenerse un momento para contemplarlo, porque es una de las maravilla incardinada en la problemática del ferrocarril perdido. Me refiero al viaducto de San Jorge, el segundo de los que hay en el trazado esta línea (el primero, el del Milano, se encuentra cerca de Cañada del Hoyo). Está en el kilómetro 200, entre dos túneles, con una longitud total de 213 metros y a una altura de 32 metros, para salvar el barranco del mismo nombre. Está diseñado con un gran arco central, de 18 metros de luz, con otros tres de 10 metros a cada uno de sus lados, que sirven para aligerar los tímpanos del sector principal y fue trazado por el ingeniero Demetrio Ullastres Astudillo al término de la guerra civil. Era uno de los puntos pendientes de concluir para que el ferrocarril pudiera ser operativo, y lo fue a partir de 1947

Pero ya estamos en Arguisuelas; desde la estación se percibe la línea urbanística del pueblo, con sus casas apaciblemente apoyadas en la ladera del cerro, en la que es la zona más suave del término, aunque las estribaciones serranas y los bosques de pinos están cerca, para que no olvidemos dónde nos encontramos. Por hacer distinciones, podríamos decir que el caserío se estructura en tres niveles. Se puede apreciar, caminando hacia el pueblo, que la parte original del núcleo es la que está en el centro, con la iglesia como punto de referencia; ahí se advierten algunas edificaciones antiguas cubiertas de teja roja. La izquierda es moderna; incluso se podría decir que en esa dirección crece el pueblo, en busca del inicio de la carretera a Monteagudo. Entre ambos sectores, la plaza marca la transición. Luego, a la derecha, quedan algunas edificaciones aisladas, que se encaraman hacia las eras y el cerro.

            La plaza es pequeña, recogida, familiar, con algunas personas calentándose al templado sol de la mañana. En el centro, el olmo se mantiene impertérrito, dando fe de su fortaleza, a la que no ha llegado la terrible epidemia exterminadora de que dan fe las crónicas. La iglesia, en cambio, no pudo defenderse de quienes le añadieron un porche desmesurado. Tiene gracia, sin duda, y un cierto encanto, con el extensísimo tejado rojo apoyado en pies derechos de madera. Quienes lo hicieron estaban más atentos a ofrecer protección de la lluvia y el sol que a respetar el arte. Y así pasa, que corta por la mitad la portada del templo, obra del renacimiento que, sin ser tampoco una pieza excepcional, si merece estar a la vista de todos. Triste dilema este de tener que elegir entre una cosa y otra.

La iglesia, dedicada a San Lorenzo Mártir (que es el patrón del pueblo), presenta, desde el exterior, una estructura francamente irregular, como resultado de la progresiva adhesión de distintos cuerpos; en especial destaca el que corresponde a una capilla lateral. La torre, cuadrada, también fue adosada, cortando la caída inclinada del tejado.

Al lado, el Ayuntamiento reluce de modernismo blanqueado, fiel a ese estilo impersonal y vistoso con que la Junta de Comunidades viene dotando a todos los pueblos de la región, lo mismo da que estén en lo alto de la Serranía o en las llanuras manchegas. Mejor pinta tiene todavía el Ayuntamiento antiguo, adaptado hoy para centro de salud.

En las afueras del pueblo está el cementerio. Y, junto a él, lo que parece una ermita. Lo es, me confirma un paseante. O lo fue, puesto que ahora ya ha perdido interés entre las gentes modernas y su única utilidad es la de proporcionar un último servicio a los muertos. Estaba dedicada a Santa Isabel y en su fecha se hacía una procesión con la imagen, utilizando para ello un camino que cruzaba entre la ermita y el cementerio. Pero después de la guerra civil se amplió éste, en dirección hacia la ermita, hasta incorporarla al recinto fúnebre. Es, todavía, un pequeño edificio de planta cuadrada y cubierta a cuatro aguas, con abundante madera en su interior y portada mirando hacia el interior del camposanto. Y la afición hacia la santa disminuyó progresivamente. Hoy es solo un recuerdo de los antiguos y como cada vez quedan menos, hasta la memoria desaparecerá

Queda el caolín, arcilla blanca muy pura, que se emplea en distintos productos, singularmente en la fabricación de porcelana y loza, y en la preparación de apresto para el papel, algunos tejidos, artículos de caucho, cosmética y medicina. Químicamente, se trata de un silicato de aluminio hidratado, muy blando y de tacto algo grasiento. Se reblandece sin fundir a 1880º y absorbe fácilmente la humedad. Es raro encontrarlo lo bastante puro para ser empleado directamente. De ahí la importancia del que se encuentra en estos yacimientos conquenses, que sí cumple esa condición y por eso es muy apreciado por la industria nacional en la fabricación de refractarios, cerámicas, metalurgia, cosméticos, insecticidas, plásticos, colorantes, etc. Aparte este tipo de consideraciones económicas e industriales, que poco tienen que ver en un artículo como éste, sí queda lo que más importa, la imagen ciertamente amable y visualmente muy agradecida de esas pequeñas montañitas de arena blanquecina que aportan una imagen muy poco usual en los ásperos espacios de la Serranía de Cuenca.

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