ARCOS DE LA CANTERA, TAN CERCA, TAN LEJOS



Si alguien tuviera la curiosidad de hacer una encuesta callejera, de esas que tanto abundan en algunos medios, en las que se pregunta al personal cualquier tontería que en esos momentos se le ha ocurrido al interrogador de turno, encontraríamos algunas sorpresas al plantear alguna pregunta sobre el conocimiento de la provincia de Cuenca. Por ejemplo, y por ir directamente al grano sin más circunloquios, imaginemos que estamos en Carretería, en la hora de mayor tránsito de personas, y empezamos a preguntar, uno por uno, si conoce un lugar llamado Arcos de la Cantera y si alguna vez ha estado en él. Sin necesidad de llevar a cabo el cuestionario señalado, me atrevo a predecir que, con toda probabilidad, la respuesta sería colectivamente negativa, salvo la siempre posible excepción de alguien que sí ha tenido curiosidad por acercarse a ese lugar, tan pequeño, tan cercano a la capital (apenas un cuarto de hora en coche) y que en el mapa figura como escondido en un recodo del camino, a la salida de Chillarón que, por cierto, es ahora el municipio titular, porque Arcos de la Cantera decidió renunciar a su propia autonomía, en aquella nefasta política de la transición, en la que se obligó a tantos pueblos a incorporarse a otro mayor y este fue el caso. Durante algún tiempo, después de aquello, el municipio se llamó Archilla, al hacer confluir sílabas de cada uno de los pueblos fusionados, pero eso duró poco y como según cuentan las historias infantiles, el pez grande siempre se come al chico, Chillarón tiró por el camino de en medio y asumió ese título en solitario, eliminando de un plumazo la leve sílaba “arc” que aludía a su insignificante compañero de viaje.

Arcos de la Cantera existe desde la Edad Media, como uno de los muchos lugares de repoblación que surgieron en la Tierra de Cuenca tras la conquista y desde ese remoto origen su existencia se fue desarrollando sin especiales problemas, manteniendo una razonable población media, en torno a los 300 habitantes, hasta que con la llegada de las últimas décadas se produjo el hundimiento definitivo que reduce ahora el censo apenas a una docena de personas como residentes fijos, a los que se unen los no se cuantos que aquí han instalado su segunda residencia, a la que vienen los fines de semana, porque el lugar, si no lo he dicho ya lo hago ahora, es muy agradable, pacífico y amistoso, en un ambiente vinculado a la naturaleza, que aquí se despliega generosamente, en una curiosas mezcla de pequeñas estribaciones serranas combinadas con el aroma inconfundible de las tierras alcarreñas que precisamente por aquí se inician.

Naturalmente, en el nombre del pueblo hay un elemento que en seguida llama la atención: la cantera, con el que se alude a una de amplio prestigio y poderosa producción, que por aquí estuvo, en un cerro próximo, y de la que, cuentan las crónicas, se extrajo gran cantidad de piedras utilizadas en muchas construcciones de la capital e incluso de la catedral. A ella se refiere el cronista Antonio Ponz cuando en su conocida obra de viajes por España, al comentar (y elogiar) la portada de la Capilla de los Apóstoles dice: “que la materia de dicha portada es de piedra blanca de las canteras de esta ciudad y de otra que llaman franca, del lugar de Arcos, poco distante de aquí; bonísimas para la escultura a falta de mármol y muy fáciles para el trabajo”. En cambio, un siglo más tarde, el cronista Madoz pasa olímpicamente del tema y ni menciona a las canteras. Entre las escasas menciones históricas que toman nota de la existencia de Arcos de la Cantera hay una muy conocida, de las guerras carlistas, cuando el general Oráa persiguió en 1837 al cabecilla carlista Cabrera y aquí justamente lo alcanzó y desbarató sus planes.

            El casco urbano está agrupado aunque con una distribución disforme. Existe una calle principal, la de la Iglesia, que lo cruza desde la entrada hasta la Plaza, un espacio amplio y desordenado, con dos grandes caserones dominando el recinto, con una mínima fuentecilla y un árbol anónimo en el centro. Pero el mayor interés reside en una agrupación de construcciones agropecuarias, con grandes tejados de teja árabe, resto postrero del carácter rural que sin duda tuvo el pueblo. Aunque la edificación está muy modificada, aún pueden encontrarse un vistoso tejaroz en la calle Valdemilanos y dos rejas de forja tradicional, una en la calle de la Iglesia, cerca de la Plaza y otra en una esquina en posición elevada, al dar la vuelta la calle de Valdemilanos hacia el arroyo.

            La iglesia de San Pedro es un edificio muy voluminoso, en exceso para las características del lugar, con torre cuadrada adosada a los pies. Se encuentra a la entrada del pueblo, con fábrica de mampostería y sillares en las esquinas, con acceso al interior a través de un arco de medio punto de sencillas dovelas, con las fechas 1802 y 1857 inscritas en otros tantos sillares de las jambas. En cuanto a la torre, que destaca de manera llamativa por su voluminosa presencia, es de planta cuadrada, con una formación de gruesos sillares en la base; el interior tiene forma de salón, cubierta ahora con un artesonado muy simple, que sustituye al antiguo buen techo de alfarjía. Hay una capilla lateral a la izquierda, cubierta con una pequeña cúpula del siglo XVIII, que sirve para el alojamiento de la Virgen de Arcos. Debajo del coro y junto a la escalera de acceso a la torre se encuentra una excelente pila bautismal antigua, formada por arcos trilobulados con ramos en relieve y cenefa con orilla inferior de soga.

            Pero si el edificio religioso tiene interés, me parece mayo otro, de naturaleza civil, el de las antiguas escuelas, cuando había niños que iban a ella, de importante volumetría, formado por dos cuerpos simétricos separados por una torre central de mayor altura. Cada uno de los dos segmentos se dedicaba a niños y niñas, por separado, como era natural antes, siendo el bloque central el destinado a labores de dirección y administración. Los bloques tienen dos alturas, con tres ventanas a cada lado, lo que hace un total de 12. El edificio ha sido restaurado modernamente para cumplir funciones comunitarias como dependencias municipales.

            Y junto a todo ello, que es bastante para un lugar tan pequeño, tiene Arcos de la Cantera una curiosísima vertiente artística. Durante muchos años, hasta su muerte en 2000, aquí vivió y trabajó el pintor Julián Pacheco, que eligió el pueblo como residencia cuando acabó su peregrinaje y exilio en Italia en los años de la dictadura franquista. La figura de Pacheco aún nos sigue conmoviendo a algunos, los que recibíamos sus mensajes, panfletos y fotos de sus muros plagados de grafitis revolucionarios, en los que, quizá sin saberlo, manifestaba el dolor por la ausencia de la patria. Si alguien tiene curiosidad, puede acercarse cualquier día a la sede de la Real Academia Conquense de Artes y Letras y allí, en sus paredes, están algunos de los cuadros que la viuda de Pacheco nos cedió.

            Eso fue en un tiempo ya ido. El actual está vinculado a otro nombre, el del pintor suizo Andreas Meyer que también eligió Arcos de la Cantera para vivir y trabajar. Que yo recuerdo, hemos visto su obra al menos doces en Cuenca, una ya lejana en la Fundación Antonio Pérez y otra más reciente, en el Centro Cultural Aguirre.

            Arcos de la Cantera, por si no lo he dicho ya con suficiente claridad, está ahí al lado, a la vuelta de la esquina, tan cerca de Cuenca y tan lejos en el conocimiento.

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