20 03 2025 ALGARRA, UN SORPRENDENTE Y BELLÍSIMO PEQUEÑO LUGAR SERRANO

 


Por decirlo con palabras sencillas y por lo directo: Algarra se encuentra en uno de los más intrincados parajes de la Serranía de Cuenca, en ese espacio donde la naturaleza se mezcla con la historia porque ahí empieza el marquesado de Moya, ese territorio inmenso, que llegó a ser un estado completo, con su propia jerarquía nobiliaria y sus propias normas de funcionamiento interno, con un regidor local nombrado por el marqués. Algarra es un pueblo pequeño en población, situado en uno de los puntos de mayor altitud de la provincia (1280 metros) y con un solo camino para llegar a él, la carretera provincial que va desde Salvacañete a Landete. Con estas levísimas notas informativas se puede imaginar (y si no se imagina lo diré con palabras claras) que es un lugar situado en un enclave bellísimo, en el que la naturaleza se desparrama con todo esplendor pero en el que también hay algunas otras cosas dignas de mencionar y de que sean vistas.

   Podría parecer, y es una impresión incorrecta, que estos lugares tan pequeños, envueltos en una especie de anonimato noticiable, que nunca generan sucesos que los haga ocupar espacios en los medios informativos, no han tenido una vida anterior al momento presente, como si pasaran por el tamiz de la historia sin rozarlo ni mancharlo ni merecer nunca alguna mención pero sin embargo eso no fue así, ni mucho menos, en el caso que nos ocupa, porque el nombre de Algarra se encuentra directamente vinculado a los tiempos de la conquista cristiana, y por ello se cita repetidamente en los documentos del siglo XIII, lo que quiere decir que ya entonces tenía existencia propia y merecía unas líneas en el grueso volumen donde se anotan las gozos y las sombras de cuanto sucede en este pícaro mundo. Y si atendemos al nombre del lugar, de inevitables resonancias de la lengua arábiga, no resulta temerario suponer que ya entonces, antes de que llegaran los cristianos de Alfonso VIII, existía este sencillo pero encantador pueblo.

     El asentamiento urbano se fue configurando en un espolón rocoso, al amparo del antiguo castillo situado en lo más alto del cerro en cuya falda se asienta el caserío que, por ello, adopta una disposición topográfica muy espectacular, formando un graderío de auténticas casas colgadas sobre el abismo que, a los pies, forma el río Algarra. En la parte más alta del pueblo se encuentra la iglesia de la Asunción y, detrás de ella, aún más elevado, lo que queda de esa informe fortaleza, ahora apenas unos fragmentarios lienzos de la muralla orientada al norte.  Hacia abajo se organiza la disposición urbanística por medio de varias calles de gran longitud y trazado irregular, pues se va adaptando a la superficie del cerro. En líneas generales, la topografía urbana traduce en buena medida el espíritu medieval, con aberturas hacia el valle y gran cantidad de escalinatas y pasadizos estrechos que permiten la intercomunicación entre los diversos niveles. En algunos puntos de ese trazado se aprecian aún levísimas señales de lo que pudo ser una muralla medieval, incluyendo un torreón reconstruido y ahora incorporado a una vivienda. Pero descripciones y detalles aparte lo que más conviene destacar en este relato es la enorme belleza, el considerable atractivo de este lugar que parece arrancado de un cuento legendario.

     Aquí no hay monumentos destacados, ni siquiera la iglesia. A los que se nos llenan las palabras hablando de portadas góticas o naves renacentistas y retablos barrocos, nos viene bien esta inmersión en la realidad de un edificio absolutamente desprovisto de señas de identidad, construido con una simpleza funcional realmente maravillosa. A esto se le suele llamar arquitectura popular, una obra con muros de mampostería y cubierta a dos aguas, construida además en una posición inverosímil, muy propia del entramado tan original de este pueblo. La entrada posee un atrio exterior y hay que subir varios peldaños de piedra para llegar a ella y alcanzar la puerta, cubierta por un amable tejaroz. Hay una espadaña con dos ojos para campanas y un canecillo que recorre la parte superior del templo que en el interior se cubre con una estructura de madera y en el que hay una hornacina para albergar la imagen de la virgen de Santerón.

      Estas son palabras mayores. Innecesario es buscar significados esotéricos a este título, que sin duda lo tiene y que corresponde al conjunto del bellísimo valle en que se encuentra no solo la ermita sino también un rento del mismo nombre. Hasta llegar allí, la excursión, por llamarla de algún modo, es realmente una experiencia extraordinaria, una inmersión en la inconmensurable belleza de la naturaleza envuelta en aromas de soledad, esos que permiten a un ser humano encontrarse consigo mismo y que, sin embargo, se rompe cuando llega cada año el momento de la romería, un espectáculo sorprendente, porque si Algarra tiene solo 25 habitantes censados, ¿de dónde salen esos cientos de romeros que pueblan de colores y sonidos la inmensidad del valle?

     En ese paisaje abrumador y, a la vez, tan cercano, la ermita ofrece una muy bella estampa. Es un edificio sencillo, formado por una sola nave dividida en cuatro tramos y una sacristía en disposición lateral. En las inmediaciones hay dotación apropiada para recoger las caballerías que, se supone, eran habituales en tiempos todavía no muy lejanos pero en los que no había vehículos todo terreno para andar por estos vericuetos. Cerca hay otros parajes muy sugerentes, como El Verdinal, donde se encuentran formaciones rocosas de fantasiosos trazados o robledales escondidos entre los recovecos de caminos ocultos.

      La romería a la ermita de Santerón tiene lugar el lunes de Pentecostés, que es un día muy mariano en toda la provincia de Cuenca pero tiene además una curiosa prolongación, cada siete años, cuando la imagen de la virgen abandona su residencia para trasladarse al pueblo valenciano de Vallanca, situado en el Rincón de Ademuz. De esa forma se mantiene una tradición que se inició hace cuatro siglos, cuando en 1524 una calamidad propia de los tiempos azotó estos parajes y los vecinos de Vallanca acudieron en busca de remedio para sus males a esta imagen que ya entonces tenía gran predicamento popular y como, efectivamente, se produjo el milagro, ello dio origen a esta íntima vinculación entre los dos pueblos y a la costumbre tradicional de que la virgen de Santerón viaje cada siete años a Vallanca. Así de fuertes pueden ser las tradiciones asentadas en el alma de los pueblos.

     En un rincón sosegado de la Serranía de Cuenca dormita o descansa el atractivo espacio urbano ocupado por Algarra, uno de esos lugares a los que merece la pena ir de vez en cuando.

 

 

 

 

Comentarios

  1. Hola, José Luis.
    Tu artículo me ha parecido, simplemente, maravilloso.
    Hablas del pueblo de mis padres, donde he pasado los mejores veranos de mi vida, imprimiendo un amor que es difícil de explicar. Por ello, te felicito.
    Aprovecho además la ocasión para recordarte que hace un par de años me puse en contacto contigo para que me aconsejaras, pues había escrito una novela, precisamente titulada "Algarra" y que transcurre fundamentalmente en este pueblo y los parajes que tan bien has descrito, sobre los pasos a seguir para su publicación. Dicha novela ya vio la luz hace algo más de un año. Escribirla ha sido una experiencia indescriptible y poder presentarla y hablar de ella en diversas ferias del libro (Cuenca, Valencia, Alboraya, Murcia...) un placer. Por todo ello, te invito a que le eches un vistazo y, si tienes a bien, que me hagas cualquier comentario al respecto. Será un honor por mi parte saber tu sincera opinión.
    En cualquier caso, mil gracias por mostrar al mundo la riqueza y belleza de estas tierras conquenses, tan desconocidas y, muchas veces, tan olvidadas.
    Un abrazo.

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