04 07 2024 NO LE TOQUÉIS MÁS, QUE ASÍ ES LA ROSA
Reconozco, sin ambages, que con el paso de la edad me ha ido invadiendo algo
que tiene mucho
que ver con el escepticismo o, también, con un pertinaz cansancio a
medida que se van
reproduciendo, repitiendo, cuestiones que vienen de muy atrás y que
por eso mismo,
porque se repiten de manera incansable, me llevan (a mí y quizá a
alguien más, que
puede compartir sentimientos parecidos) a una especie de hastío que
personalmente me
impulsa a desear que las cosas sigan como están para que no
empeoren más,
aun siendo consciente de que la situación no es la mejor, ni siquiera
buena. Me
refiero, en concreto, a Carretería y a las aparentes intenciones municipales de
emprender
nuevamente la remodelación, una más, otra más, de la que fue la calle más
importante de la
ciudad y quizá todavía lo sigue siendo, al menos desde un punto de
vista simbólico.
Me viene a la memoria una interesante
conversación que tuve hace años con una
persona,
ciertamente dotada de una inteligencia excepcional, y que hablando de una
posible y
polémica intervención en otro asunto, tras meditar unos segundos, expuso una
sentencia
terminante: “Mire usted, yo creo que más vale dejarlo todo como está”. Y en
esa frase se
encerraba la filosofía práctica que también intento desgranar ahora. Ya se
que esta actitud
se puede interpretar como parecida al inmovilismo, y eso es
contradictorio
con el espíritu humano vinculado al progreso, los cambios y las mejoras e
incluso con mi
propia forma de ver las cosas, pues siempre he sido partidario de
introducir
cualquier modificación, social, laboral o urbanística, que ayuden a solucionar
situaciones
complicadas, tanto en el terreno personal como en el colectivo. Pero a estas
alturas me
parece que el caso de Carretería puede ser algo excepcional.
La historia de esta calle es larga,
complicada y conflictiva. Antes de que el
asfaltado, en
sus diversas etapas, viniera a darle aspecto serio, era siempre un barrizal,
que suscitó
infinitas críticas de los comentaristas locales y la rechifla generalizada de
quienes se
dedicaban a elaborar versos ripiados, aunque no faltó tampoco quien
encontró una
vena poética, como hizo José Luis Lucas Aledón: “Antes (antaño) por el
verano, toda la
Carretería olía a tierra mojada de después de las tormentas y en los
umbrales de las
puertas se arremolinaban tiestos de geranios y fucsias”. A fuerza de
asfalto y
adoquines, el barro fue eliminado y se acabó el chapoteo de niños y mayores
en aquel lodazal
inmundo. En otro momento, se talaron bárbaramente las dos filas de
árboles que
cubrían ambas aceras y así quedó la calle, expuesta a la solina agobiante de
cada verano, que
ahora intentan paliar las sombrillas de las terrazas en los bares.
Como digo, la historia es larga y merece
un libro completo, porque hay datos
para dar y
tomar. Probablemente el origen de la actual situación haya que encontrarlo en
la década de los
50 del siglo pasado, cuando se puso en marcha la obsesión
modernizadora
que empezó incorporando una nueva instalación de alumbrado público
(600.000 pesetas
de las de entonces costó la broma) y pasó por tuberías, alcantarillado y
pavimentación,
sobre todo pavimentación, asunto que dio muchísimo juego, infinitos
comentarios,
jugosas fotos y, otra vez, la rechifla generalizada del personal, que
encontró materia
abundante en las continuas obras que se sucedían en la calle.
Pero eso, y
otros episodios que vinieron a continuación y en los que ahora no me
puedo detener
por falta de espacio suficiente, empalideció cuando ya en el siglo en que
estamos se
produjo una de las más sorprendentes historias (o historietas) de Cuenca
durante los
últimos años: el larguísimo, a la vez que confuso proyecto de peatonalizar el
centro urbano de
la ciudad y especialmente Carretería, operación que se puso en
marcha, como
siempre, apelando a la necesidad de mejorar las condiciones de vida de
los ciudadanos y
de paso “transformar y dignificar una zona degradada por el mal uso”.
Más o menos, lo
mismo que se dice ahora.
El resultado de aquella operación está a
la vista de todos. Yo soy, total y
absolutamente
partidario de peatonalizar todas las calles que se pueda, y eliminar el
tráfico hasta
donde sea posible, para que las ciudades (y los pueblos) sean ámbitos de
estancia y
convivencia, no zapatiesta de ruidos y malos olores, pero eso hay que hacerlo
con todas sus
consecuencias y, naturalmente, adoptando las medidas complementarias
necesarias para
que se produzca una intervención completa, racional y ordenada. Cortar
el tráfico en
Carretería para trasladarlo a todas las calles de alrededor es absurdo y
ofrece el
resultado que podemos comprobar de manera constante.
Así y todo, la perspectiva que se nos
ofrece con esa nueva intervención que
ahora parece
haber empeño en llevar adelante, no invita en absoluto al optimismo, sino
más bien, por lo
poco que vamos conociendo, debe hacernos temer que se está
preparando un
nuevo desaguisado que dará lugar, como es lógico, a las habituales
polémicas
ciudadanas. Claro que me puedo equivocar, claro que es humano buscar
soluciones a los
problemas y remedios a los males, pero hay que tener muchísimo
cuidado para no
volver a tropezar en la misma piedra. Y en Carretería, desde hace más
de cien años, se
ha tropezado siempre.
Abro un hueco a la nostalgia y dejo ahora
la palabra a Raúl del Pozo, que en
1960 escribía en
el viejo Ofensiva: “Carretería es una calle maravillosa. Tiene cielo
azul, guardias
despistados, amores, brisa, ilusiones, abrigos, coches, novios y cadetes
nuevos,
paraguas, modernos los días de lluvia, francesas “bombones” y suecas pecosas
con botijos, por
el verano. Yo no digo que sea la calle más bella, ni mucho menos, ni la
más moderna. Es
la calle. Mi calle. Nuestra calle. En Cuenca se puede ir al cine, al baile
algunas veces,
al casino, a chatear al barrio redondo y discreto, y a dar una vuelta por
Carretería,
porque… Carretería no es una calle cualquiera”.
Por eso, digo
yo, tomando prestado el verso de Juan Ramón Jiménez, “No le
toques ya más, /
que así es la rosa”. Quizá sea bueno dejarla como está, ahora que nos
vamos
acostumbrando a ella. No tengo ninguna confianza en que me hagan caso.
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