09 11 2023 EN BUSCA DE REMEDIOS PARA LA AIROSA TORRE DE EL SALVADOR

 


Como es perfectamente conocido, en el mundo actúan tres religiones monoteístas, todas coincidentes en el convencimiento de que siguen las indicaciones y doctrinas del Dios verdadero, dilema que propicia el que, de vez en cuando, los partidarios de unas o de otras se dediquen al duro oficio de matarse entre sí, como estamos viendo estos días en las doloridas tierras de Palestina. Como es natural, cada una de esas religiones, en sus diversos matices y sectas, tienen comportamientos muy diferentes en cuanto a las formas de desarrollar los respectivos cultos. Cristianos y musulmanes coinciden en levantar y construir edificios dedicados expresamente a esas tareas, algunos realmente de una belleza y ornamentación admirables, lo que favorece el que, cuando hace falta, sean intercambiables, simplemente cambiando a un Dios por otro. De esa manera, la que fue Mezquita de Córdoba es ahora la catedral de esa ciudad y la que fue Basílica de Santa Sofía, en Estambul, es una mezquita. Por el contrario, los judíos son más discretos en cuanto a sus sinagogas, que son lugares generalmente prosaicos, escondidos en cualquier lugar de una calle, como si fueran almacenes, garajes o pisos de alquiler, sin demasiados elementos ornamentales, por no decir ninguno.

       Iglesias y mezquitas tienen algunas cosas en común, por ejemplo, las altas torres que tienen las primeras o los elegantes minaretes de las segundas, con la diferencia de que en las torres suele haber campanas que con su repique anuncian los momentos rituales de la religión, mientras que desde la cumbre de los alminares, la voz del almuecín (ahora se hace mediante altavoces) comunica a los fieles el tiempo de los cinco rezos diarios. Hay mezquitas que tienen unos minaretes magníficos porque a diferencia de las torres cristianas, que suelen ser de piedra más o menos oscuras y severas, aquellas ofrecen unas paredes llenas de cromatismo. Entre los recuerdos más firmes que aún conservo de mi niñez se encuentra la imagen en mi ciudad natal de la Mezquita de Suleiman, situada en el corazón de la medina, con una altísima atalaya cuyas cuatro paredes están cubiertas de yesería y mosaicos azules y amarillos alternándose con artísticas florituras. Una belleza visual, desde luego.

        Cuenca llegó a tener catorce iglesias en su época histórica, todas ellas en lo que hoy conocemos como casco antiguo o histórico. Con el paso agotador de los siglos, unas fueron hundiéndose y otras se transformaron o adaptaron para dedicarse a funciones bien diferentes de las religiosas. Es curioso, sin embargo, que por un extraño destino, seguramente casual, de algunos de esos templos arrasados por la piqueta, alguien decidiera mantener en pie sus torres, como símbolo último de lo que fueron, y así ocurre en Santo Domingo, San Gil y San Juan. Esa permanencia contribuye a que la imagen de Cuenca, observada desde la lejanía, pueda ofrecer una visión irreal, porque hay más torres que iglesias. En ese conjunto, lamentablemente, hay una ausencia que, me temo, quizá no se pueda resolver nunca o al menos en mucho tiempo y que afecta, como es fácil imaginar, a la desmochada catedral, pese a eso, una arquitectura bellísima.

        Desde hace unos días, la torre de El Salvador ha desaparecido de la visión de los humanos, escondida o protegida por una red que la oculta mientras que un atrevido, espectacular andamio, la envuelve por completo. Es, desde luego, la torre eclesial más original que hay en la ciudad porque se distingue de la estructura convencional de las demás, según he mencionado antes. En ella, la severidad de la piedra se ha sustituido por la coquetería del ladrillo, recibiendo además como remate un chapitel de pizarra grisácea. No es la torre original que tuvo la iglesia de la Transfiguración del Señor, nombre exacto y completo de este templo, que el habla popular ha simplificado para mencionarlo como todos sabemos. Que yo sepa, no existe ningún grabado que nos permita conocer cómo era la imagen antigua, pero tanto las citas de Ponz como la de Mateo López no son nada favorables. En los grabados de Llanes y Masa (1773) en el lugar que luego ocuparía la torre se aprecia una armazón de vigas de madera destinada seguramente a sostener las campanas.

        La solución definitiva llegó a comienzos del siglo XX, cuando tras un expediente de ruina, el Ayuntamiento dio la orden de derribo en 1902 y al año siguiente se concedió licencia para reconstruir la torre, según proyecto del arquitecto Luis López de Arce, que levantó la que ahora vemos, con tres cuerpos, de estilo neogótico, pero construida con piedra y ladrillo, seguramente con la intención de imitar la arquitectura mudéjar (inexistente en Cuenca) y rematada con el ya citado chapitel. La primera piedra de la nueva torre se colocó el 30 de octubre de 1903, a las tres de la tarde, y fue una ceremonia muy vistosa, a la que acudieron todas las fuerzas vivas de la ciudad, con el obispo Sangüesa, revestido de pontifical, al frente. Seguidamente se iniciaron las obras a cargo del contratista Julián López Fontana, para levantar la torre de 47 metros de alta y siete de ancha, con un presupuesto de 55.000 pesetas. Durante los trabajos, el culto se trasladó a la iglesia filial de Santo Domingo. Aunque el plazo previsto era de diez meses, los trabajos se prolongaron más de dos años: el 25 de marzo de 1906, el gobernador eclesiástico (en ausencia del obispo Sangüesa) pudo bendecir la nueva torre y oficiar la primera misa en el templo reabierto. En lo más alto, las campanas de El Salvador, cuando repican, ilustran sonoramente todo el ámbito del casco antiguo y aún se expanden por la parte baja, inundándolo todo, con un sonido que, a juicio de Ismael Medina “doblan a muerto con más profunda tristeza que ningunas otras campanas del mundo”

       Esta es la hermosa y original torre que ahora ha desaparecido de nuestra vista, escondida tras esa armazón que la oculta para proteger las obras que se están desarrollando ya en su interior. Cuando volvamos a verla, dentro de unos meses, estará remozada, en la seguridad de que podrá seguir tan airosa durante unos cuantos siglos más. O eso hay que esperar y desear.

 

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