11 05 2023 UNA MIRADA A LA QUE FUE TÍPICA CALLE DE LA MONEDA

 

Siempre que paso por las inmediaciones de la calle de la Moneda, al subir o bajar del casco antiguo al moderno o viceversa, le echo un vistazo que me devuelve en cada ocasión una imagen similar, la de un estrecho pasadizo urbano, centrado entre un bar de copas en un extremo y un joven restaurante en el otro, y en la que nunca hay nadie; siempre está vacía de seres humanos, no hay ruido, ni niños correteando, ni vecinos en tertulia de un balcón a otro. Ni siquiera, creo yo, alienta ya el rumor de las viejas leyendas que alimentaron la fama (el morbo, quizá) de esta calle, cuando se convirtió en imagen repetida en los periódicos nacionales que encontraron en ella una mina informativa que nutrió sus páginas durante un buen tiempo. Aquello pasó sin dejar detrás rastro alguno. Ni siquiera creo que la calle de la Moneda esté incluida en las rutas turísticas que llevan a los forasteros en busca de los lugares más interesantes que se pueden encontrar en esta ciudad.

       Las cosas eran muy diferentes hace apenas cincuenta años. Durante mucho tiempo, cuando comenzó el sorprendido descubrimiento de Cuenca, esta calle representó el tipismo popular que hizo de la ciudad, a los ojos extraños, un peculiar ejemplo de urbanismo, con sus altas viviendas inclinadas, casi tocándose en la parte superior, alimento, como es natural, de hermosas leyendas amorosas. La calle consiguió notable fama nacional cuando hacia 1955 las casas más inclinadas entraron en preocupante proceso de ruina, por lo que fueron fotografiadas a diestro y siniestro ocupando páginas de huecograbado en los periódicos que entonces utilizaban este sistema, ocasionando la natural preocupación del Ayuntamiento que lo interpretó como propaganda negativa para una ciudad que entonces empezaba a salir del aislamiento. Y es que uno de mis colegas de la prensa madrileña, llevado de un excesivo afán alarmista, había llegado a escribir: “Las Casas Colgadas de Cuenca se caen”. Y es que hay por ahí cada pluma…

        Las dos casas de la polémica, una enfrente de la otra, se iban inclinando progresivamente, acercándose entre sí, como queriendo darse un lúbrico beso en las alturas que pudiera reproducir el que, cuenta la leyenda, se daban con la imaginación un elegante caballero cristiano y una hermosa dama mora, que vivían uno enfrente de la otra y que habían conocido la llegada de un apasionado amor a través de las celosías de sus ventanas y fue así, cuentan, como las dos casas se fueron inclinando cada vez más, aproximándose una a la otra, para que los enamorados furtivos pudieran estar cada vez más cerca. Para evitar el derrumbamiento que parecía imparable, hubo que protegerlas con potentes muletas de madera y esa fue la imagen que corrió por las páginas de los periódicos, envuelta en las inevitables crónicas catastrofistas.

       El Ayuntamiento, generalmente una institución tranquila y pausada, vio con alarma que le llegaba algo parecido a un escándalo de alcance imprevisible y tuvo que actuar. En primer lugar, en abril de 1956 acordó iniciar un expediente de ruina para la casa número 12 y luego decidió adquirir la número 10, calificada como “casa típica”, pero finalmente, en marzo de 1957, se acordó llevar a cabo la urgente consolidación de las fincas números 8, 10 y 12, ya declaradas en ruina, mientras se encargaba al arquitecto municipal un proyecto de reconstrucción “para mantener el aspecto típico de la calle”. No voy a seguir dando detalles de este laborioso proceso, porque ya se sabe que en Cuenca las cosas de palacio van tan despacio como es posible, mientras se van enlazando un acuerdo por aquí, un recurso por allá, un criterio hoy y otro diferente mañana, de modo que, por abreviar, llegamos al año 1962 en que se toma la decisión de ir directamente a la expropiación, mientras crecía la alarma derivada de lo que se temía pudiera llegar a ser un posible hundimiento de la casa número 10, a pesar de estas fuertemente apuntalada. Al fin, en 1966, la ya famosa casa pasó a ser de propiedad municipal y se puso en marcha el proceso de su derribo y reconstrucción posterior para dejar la calle como la vemos hoy.

         Cuando las obras estaban a punto de concluir, el habitual comentarista ciudadano Claudio escribía en su sección de la tercera página: “La historia de la Casa de las muletas está tocando a su fin. El derribo del edificio va por buen camino. Dentro de poco, del típico elemento conquense no va a quedar ni rastro. Resta sólo tomar conciencia del hecho. Y si nos permiten un poco de sentimentalismo, lamentarlo. Porque la Casa de las Muletas era una parte de Cuenca, algo que se contemplaba con admiración y sorpresa por nuestros visitantes”.

         Eso fue hace ya mucho tiempo y probablemente no lo recuerdan ya ni los actuales habitantes de la calle de la Moneda, un título, por cierto, tan extraño como inexplicable. Algún historiador antiguo intentó razonar que se llama así porque allí estuvo la antigua ceca o fábrica de hacer moneda, lo que no pasa de ser una invención sin fundamento alguno. Otro se inventó una teoría diferente: la calle se llamó a La almoneda, porque en ella se montaba eso, una almoneda o mercadillo en que hacer trapicheo comercial de cosas, sin caer en la cuenta de que en un espacio tan estrecho es imposible desplegar tenderetes y menos aún llenarlo de compradores. Hasta donde yo se, nadie ha encontrado hasta ahora una explicación razonable del por qué el nombre de Calle de la Moneda, que sigue siendo, aunque modernizada, una de las más típicas de Cuenca.

 

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