09 02 2023 LA VIDA PUEDE LATIR BAJO LOS ESCOMBROS
La definición de accidente es sencilla, clara y
muy expresiva: suceso imprevisto que altera la marcha normal o prevista de las
cosas, especialmente el que causa daños a una persona o cosa o, como dice la
Academia, de manera aún más concisa, suceso eventual que altera el orden
regular de las cosas. Algunos accidentes son previsibles, con mayor o menor
exactitud, pero corresponden casi exclusivamente a los relacionados con fenómenos
meteorológicos pero así y todo, vemos con qué frecuencia caen sobre nosotros
tormentas, tempestades, oleajes y sunamis que pillan totalmente desprevenidos a
las poblaciones afectadas, con el consiguiente cúmulo de desastres de todo
tipo, que el listísimo y avanzadísimo género humano es incapaz de predecir,
aunque unos lancen satélites y otros globos para espiar lo que hace el vecino
pero ninguno de ellos ha sido capaz de inventar un sistema de predicción de
desastres naturales.
Del variado repertorio de calamidades
accidentales, o sea, imprevistas, con que nos desayunamos (y almorzamos, y
cenamos) todos los días, seguramente la más impactante es la que se deriva de
los terremotos. Produce algo así como una suspensión del ánimo, un estupor del
entendimiento, que algo tan aparentemente sólido como la tierra, el suelo,
pueda temblar inopinadamente y en apenas
unos segundos, porque ese es el tiempo que dura un terremoto, todo lo que hay
depositado sobre esa superficie se venga estrepitosamente abajo, arrastrando o
sepultando a cientos de personas, seres vivos que en una fracción de segundo
dejan de estarlo, a lo que se añade un daño similar sobre cualquier cosa
material que esté en esos mismos sitios. Es realmente dramático contemplar las
imágenes de edificios enteros, de varias plantas, que se desploman como si
fueran endebles castillos de naipes y aunque no se suelen mostrar, es fácil
imaginar que en ese estrépito de la naturaleza, las grietas se han zampado
cientos de vehículos, objetos, árboles, mercadillos ambulantes y cualquier cosa
que en ese preciso instante estuviera tranquilamente paseando por la calle.
Nuestra provincia es zona de
escasísima, por no decir nula actividad sísmica y por tanto carecemos de
experiencias directas sobre semejante hecho accidental. A veces, muy de tarde
en tarde, o sea, cada muchos años, se produce alguna noticia que da cuenta de
un levísimo movimiento en tal o cual rincón provincial, que quienes lo perciben
cuentan entre sorprendidos y divertidos, porque a lo más que se suele llegar es
a que tiemble el agua de un vaso, que una silla se mueva de su sitio o algo
parecido. Nada que ver, por supuesto, ni de lejos, con el tremendo,
escalofriante espectáculo que nos transmiten las imágenes que en un auténtico y
admirable despliegue informativo se está realizando sobre lo sucedido en un
amplio espacio de Turquía y Siria que, de pronto, de manera inopinada, ha
entrado en nuestras vidas para convertirse en lugares muy próximos a nuestros
sentimientos y, desde luego, dando pie a una total solidaridad más allá de la
geografía, la cultura o la religión (es significativo que el primer país en
acudir al socorro hay sido Israel, pertinaz y declarado enemigo del Islam). El
dolor, más aún, la angustia derivada de los esfuerzos en los rescates, lo
sentimos como cosa propia, a la vez que admiramos con profundo respeto el
colosal despliegue colectivo de los países que en inmediata reacción han
acudido a ayudar a los damnificados.
Por aquí, como ya he indicado, no tenemos
terremotos, aunque sí podemos anotar algunas calamidades de otro tipo, como el
accidente del tren en el túnel de Palancares o el del autobús de La Roda
precipitándose a las aguas del Júcar. Se me ocurre que lo más parecido a las
consecuencias de un temblor de tierra, cuando un edificio se desploma sin
previo aviso, fue lo sucedido con la torre de campanas de la catedral, terrible
momento, con derivaciones en lo humano, lo artístico y lo simbólico, que aún
permanece vigente en la memoria colectiva, cuando se van a cumplir 121 años del
suceso que conmovió a una sociedad al completo y que tuvo, como irónica derivación
positiva, que España descubrió la existencia de esta olvidada catedral gótica y
la elevó de inmediato a la categoría de monumento nacional.
Era
domingo, 13 de abril de 1902, cuando a las diez y media de la mañana un repique de
campanas anunciaba al pueblo el próximo inicio de la misa dedicada al Sagrado
Corazón de Jesús y, cuentan las crónicas, cuando aún se dejaba oír la última
campanada, una sorda detonación anunció el derrumbamiento de la torre de la
catedral, viniendo al suelo los tres pisos de que constaba. Un estruendo
horroroso sacudió no solo los inmediatos parajes del casco antiguo sino la
ciudad entera: la torre del Giraldo se había venido abajo de manera brusca,
total, aplastando cuanto pudo encontrar a su paso, fuesen personas o detalles
artísticos. La noticia de lo ocurrido se extendió como reguero de pólvora por
toda la ciudad mediante el eficaz mecanismo del boca a boca. Acudieron
espontáneos de todo tipo, en una ciudad carente aún de servicios de emergencia
debidamente organizados, y por supuesto las autoridades, alarmados todos al
saber que algunos niños habían quedado atrapados en la ruinosa mole, por lo que
de inmediato, y con medios ciertamente precarios, comenzaron las operaciones de
rescate. Cuatro niños que estaban jugando dentro de la torre murieron en el
acto pero otros tres pudieron ser rescatados con vida entre los escombros, con
gran sorpresa de quienes desarrollaban esa tarea. Una escalera atravesada sobre
sus cuerpos impidió que las gruesas moles de piedra les alcanzaran y así, bajo
tan escueta protección, pudieron permanecer dos días hasta que llegaron a ellos
las fuerzas de socorro. Algo casual, casi milagroso, como el que están
persiguiendo los voluntarios que estos días, con un esfuerzo inaudito y
admirable, mueven los escombros de este último desastre que ha sacudido
nuestras generalmente cómodas conciencias.
Mudo testigo de aquel suceso, el
espectacular Arco de Jamete se libró del desastre. Su pérdida hubiera sido tan
amarga como la de los seres humanos.
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