26 05 2022 UN BAÑO EN IMÁGENES DEL PASADO RECIENTE
Las cosas cambian de manera permanente, lo que hoy es costumbre normal era antes algo insólito, reservado a unos pocos. La fotografía, por ejemplo. Aún reconociendo que siempre ha contado con un gran atractivo y que poseer una cámara era algo relativamente asequible para cualquier economía (revelar y positivar ya lo era menos), no todo el mundo sentía la necesidad de tener un artilugio de esa naturaleza, de manera que los fotógrafos se podían reconocer a simple vista y por sus nombres. Nada que ver con lo que sucede en estos tiempos nuestros. Quienes van por el mundo con una cámara a cuestas (yo la llevo siempre en el bolsillo, dispuesto a sacarla en cualquier momento que sea conveniente) han aumentado y también la calidad (y el precio) de los modelos disponibles. Pero no hace falta llegar a eso: una auténtica legión de móviles está continuamente enfocando a diestro y siniestro, captando cualquier mínimo objeto o gesto que se está produciendo en esos momentos. No creo que nadie haya hecho un cálculo, pero en cualquier instante se están haciendo millones de fotografías, en todos los lugares del mundo. La mayoría, seguramente, son de ver y borrar, reflejan un momento concreto, no tienen afán de permanencia, menos aún de notoriedad. Tienen vigencia durante una fracción de segundo y luego se olvidan.
Es lo contrario que pasa con el
material archivado por los fotógrafos de verdad, que buscaban el motivo, la
oportunidad, el encuadre, la luz, la emoción, la belleza, la verdad incluso de
lo que tenían delante y aspiraban a atrapar en un negativo oculto a la mirada.
Hecha la fotografía se abría el periodo de incertidumbre mientras cubría sus
etapas el proceso de revelado, hasta que finalmente llegaba el momento
emocionante de encontrar en el papel la plasmación efectiva de aquello que se
había captado. Y entonces podía acontecer una profunda decepción o una
incontenible alegría, según el resultado práctico de lo que se había pretendido
captar y lo que efectivamente había salido. Naturalmente, esa emoción de la
espera ha desaparecido con la actual tecnología, que permite comprobar en el
acto el resultado de la fotografía. Y si no gusta, se repite.
De todo aquello, de lo de antes,
sabe mucho Antonio Texeda, que estos días expone en el Centro Cultural Aguirre
una mínima selección de las docenas de miles de fotografías que ha hecho en su
ya larga vida, practicando dos especialidades que marcan dos formas diferentes
de enfocar la realización de las imágenes. Porque aunque pueda parecer que todo
es lo mismo, la realidad no es así. Está por un lado el fotógrafo
contemplativo, el que busca y se recrea en los paisajes, la naturaleza, las
calles, los monumentos, incluso las personas, esto es, objetos estáticos,
inmóviles, que permiten ser captados con tranquilidad, sin especiales
inconvenientes, lo contrario que sucede en el trabajo de los reporteros
informativos, obligados a la presión simultánea del tiempo y el movimiento,
porque lo que sucede ahora mismo ya no existirá al minuto siguiente y no habrá
una segunda oportunidad para volver a revivir lo que ha pasado.
Antonio Texeda ha cultivado con
acierto y eficacia esos dos aspectos de la actividad fotográfica. Cuando yo lo
conocí había ya consolidado un prestigio por la belleza de sus imágenes, en las
que abundaban sobre todo las de la Serranía, un territorio al que se dedicó con
especial predilección. Algunas de ellas están presentes en la exposición pero
hay otras muchas repartidas en libros, en carteles, en artículos de revistas o
periódicos. Pero probablemente lo más sugerente de esa colección es la serie,
mínima, pero expresiva, que podría encajar en el segundo grupo, las que
corresponden a su actividad como fotógrafo de prensa, captador de momentos
únicos en los que hacen falta al unísono oportunidad y habilidad, para que no
se escape el momento sino que gracias a esa fotografía quede como implantado en
el tiempo para permanecer eternamente vigente. Esta exposición, que vive ya sus
últimos días, nos ha dado la oportunidad de encontrarnos con un fragmento
importante y amplio de la vida de Cuenca en el último medio siglo. Ahí están
los edificios, los monumentos, las fiestas, las costumbres, los accidentes, los
seres humanos, algunos famosos o populares, otros anónimos. La visión de estas
fotografías nos permite recuperar imágenes quizá ya olvidadas, como la de esta
Torre de Mangana que las últimas generaciones no han conocido o la de las
personas que se agrupan junto a ella, con gestos y vestiduras que ya tampoco
son de nuestra época. Es así como la fotografía, esa técnica maravillosa,
permite que el olvido no llegue nunca a serlo del todo, porque con ella tenemos
la posibilidad de recuperarlo, al menos visualmente. La colección de
fotografías de Antonio Texeda ha sido una buena oportunidad de reencontrarnos
con nuestro pasado colectivo. Quizá solo tiene una pega: se hace breve, escasa.
Más aún sabiendo que tiene miles de negativos con los que, sin duda, podríamos
darnos un enorme baño en imágenes.
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