24 03 2022 UN TRANQUILO LUGAR, CERCANO AL PARAÍSO
En estos tiempos revueltos, quienes escribimos de manera no solo habitual, sino continuada, nos sentimos abrumados ante la acumulación de acontecimientos que de modo tan abrupto ha venido a alterar nuestras circunstancias vitales, introduciendo de sopetón, casi sin previo aviso, una serie de elementos capaces de modificar ideas y comportamientos. Ya fue duro tener que vivir la pandemia, que nos viene acompañando durante dos años de terroríficas experiencias (confiemos que estas sean las últimas) y cuando parecía que salíamos de tan complicada situación nos vemos inmersos, a la fuerza, por supuesto, en todo el desastre que se ha desatado a partir de la locura demoniaca de Putin, con las consecuencias domésticas que estamos viviendo (energía, transportes, desabastecimiento, inflación desbocada, refugiados a los que es necesario atender, confusiones e incertidumbres políticas y, de propina, el Sáhara) sobre las que no voy a hablar, porque ya hay suficientes artículos y comentarios, en este periódico y en todos los demás, sin que mi opinión personal vaya a influir para nada.
En
este ambiente, tan complicado y confuso, sale del tranquilo anonimato en que
vivía un pequeño pueblo de la Serranía de Cuenca, situado a casi 1.300 metros
de altitud, muy cerca del techo de la provincia, y habitado apenas por menos de
200 habitantes. Creo que soy de los pocos articulistas de los que andamos por
aquí que ha escrito alguna vez de Huerta del Marquesado, un lugar muy poco
conocido y menos aún visitado, aunque se encuentra en uno de los parajes más
atractivos que la naturaleza nos ofrece con su amplia generosidad, idea que se
puede extender a otros pequeños pueblos situados en las proximidades, como
Laguna del Marquesado, Zafrilla, Valdemeca o Tejadillos, que forman en
conjunto, me parece, una de las comarcas más desconocidas de cuantas hay en
Cuenca, seguramente porque ninguno de ellos cuenta con algún monumento de
relumbrón o alguna fiesta de tronío.
Huerta
del Marquesado ya vivió, en 1959, un momento de protagonismo informativo cuando
en la cumbre de una de sus poderosas montañas, el Pico del Telégrafo, se
estrelló un avión de Iberia en el que viajaba el equipo español de gimnasia,
muriendo todos sus componentes, con el gran Joaquín Blume a la cabeza. Ahora,
la fama le llega por un motivo más amable y que, además, viene a ser como un
soplo de esperanza y alegría en el rosario de lamentos que continuamente
desgranamos a cuenta de los problemas de la España interior que se está
vaciando. Ocurre que en el que era sencillo y modesto bar del pueblo se ha
asentado una joven pareja, él cocinero, ella sumiller y han transformado el
pequeño local en un impacto gastronómico que está consiguiendo un eco
espectacular en las selectivas redes que mueven a los seguidores pertinaces de
las delicias gastronómicas. Es obvio que Huerta del Marquesado está fuera y
lejos de cualquier ruta turística al uso. Para comer allí hay que ir a
propósito y encontrar un pequeño pueblo serrano, en el que la arquitectura
tradicional prácticamente ha desaparecido arrastrada por las modernidades edificatorias
pero donde uno puede sumergirse en esa borrachera visual que forman el agua,
las rocas kársticas, la vegetación exuberante, los senderos abriéndose paso, el
sonido del aire filtrándose por los intersticios naturales y todo cuanto parece
estar cerca del paraíso soñado o quizá presentido.
Y,
además, está el pueblo, de trazado callejero enrevesado, como es normal en
todos los lugares situados en la Serranía de Cuenca, por el que se puede pasear
sin preocupaciones por los semáforos ni por el agobio de tener que encontrar un
sitio para aparcar. Aquí todo es cercano, amable, con ese ambiente que desborda
naturalidad y una cordial proximidad entre habitantes y visitantes. Siguiendo
estas calles se puede visitar el Museo del Agua Clara, o la fuente lavadero
tradicional o el antiguo Molino del Batán, elementos todos que forman un
repertorio de atractivas sugerencias, hasta ahora inmersas en la monotonía de
una tranquila existencia de la que puede salir gracias al tirón que está
provocando hacia el pueblo el restaurante de Olga y Alejandro, sin duda un
factor casi revolucionario y al que, si acaso, lo mejor que se le puede desear
es que dure mucho, que el entusiasmo no decaiga y que la tentación de crecer no
los lleve a buscar otros horizontes. Al contrario, que el ejemplo pueda cundir
y que, como esta pareja joven y animosa, otras tengan iniciativas novedosas que
se puedan implantar en lugares parecidos para que, de verdad, la España en
trance de vaciarse deje de serlo y encuentre fórmulas para seguir viviendo.
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