03 02 2022 HACIA UNA DECLARACIÓN MONUMENTAL
He oído, en fuente generalmente bien informada (como se decía antes), que ya está terminado el expediente que otorgará al puente de San Pablo el reconocimiento que merece, como Bien de Interés Cultural, con la categoría de monumento. Solo falta que la documentación llegue a donde tiene que llegar, o sea, a la mesa del Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma, para que se haga firme el título, que no va a alterar la esencia ni la fisonomía de este singular elemento paisajístico pero que sí es un acto de justicia en favor de una de las más valiosas representaciones existentes en España de la fue efímera moda de la arquitectura del hierro.
Probablemente
casi todo el mundo sabe cómo y por qué hubo que derribar el puente de piedra
construido por el canónigo Pozo en el siglo XVI, y que desde mediados del XVIII
entró en un proceso ruinoso que los responsables de aquella época no pudieron o
supieron detener, de manera que fue preciso llegar finalmente a su voladura
para evitar que siguieran cayendo fragmentos que ponían en peligro a los
viandantes. Ante el desastre, con la consiguiente interrupción de paso entre
las dos vertientes de la hoz, algo que era de vital importancia para comunicar
la ciudad con el entonces muy activo convento de San Pablo, el obispado se
planteó de inmediato la reconstrucción, pero el alto coste (en dinero y en
tiempo) de volver a edificar un puente de piedra hizo poner la mirada en una
solución más económica y rápida: una pasarela de hierro que tendría carácter
provisional hasta que se pudiera pensar en otra solución más duradera.
En
el tramo final del siglo XIX se había extendido por Norteamérica y Europa
occidental la utilización del hierro como elemento constructivo principal,
superando el carácter secundario que hasta entonces había tenido. Se citan
varios edificios de importancia, en París, Chicago, Londres, Franfurt y otras
ciudades populosas, en que se construyeron grandes y hermosas bibliotecas,
estaciones de ferrocarril y mercados, hasta llegar al que habría de ser
elemento simbólico de la nueva moda, la Torre Eiffel, levantada para conmemorar
la Exposición Universal de 1889, a cuyo término debería ser desmontada, y ya
sabemos lo que pasó. Casi lo mismo que con el puente de San Pablo, construido
para durar unos años y ahí sigue.
Más
allá de su evidente contenido utilitario y mucho más allá, desde luego, de los
comentarios sarcásticos que durante décadas emitieron algunas voces cargadas de
añoranza hacia el puente que se perdió, el actual (ya centenario) puente de
hierro es una obra bellísima, casi transparente, que permite obtener una
amplísima visión de la hoz y que se alza con liviana ligereza entre las
potentes rocas que le sirven de excepcional marco lateral. Lo diseñó el
ingeniero valenciano José María Fuster en lo que era su primer trabajo técnico,
que luego completó con otros de considerable importancia en diversos lugares de
España y lo construyó el inglés George H. Bartle, con financiación a partes
iguales del obispado y el seminario (en el centro del puente están los escudos
de ambas instituciones), ya que el Ayuntamiento declaró no tener medios
económicos para efectuar la obra. Como reconocimiento a esa eficaz aportación
se tomó el acuerdo municipal de poner el nombre de Obispo Sangüesa a la calle
que va desde la esquina del Palacio episcopal hasta el puente de San Pablo,
acuerdo que, como es fácil comprobar, nunca se llevó a cabo. A lo mejor aún se
puede corregir este descuido.
Cuando
este año llegue el 118 aniversario de la inauguración del puente (el 19 de
abril es el día) probablemente se habrá producido ya la declaración oficial a
que aludo al comienzo de este artículo y el puente de San Pablo habrá pasado a
engrosar la lista, ya nutrida, de edificios de la ciudad de Cuenca que tienen
el reconocimiento monumental. Será un motivo más, no trascendente pero sí
valioso, para que nos podamos sentir orgullosos y felices de contar entre
nuestras muchas maravillas urbanas con este precioso y elegante ejemplo de lo
que fue la arquitectura del hierro en España y que hoy sirve de asombro, juego
y atracción para esos millares de personas que lo han convertido en un punto
esencial de su visita a Cuenca.
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