27 01 2022 AÑORANZA DE UNA PLAZA MAYOR DIFERENTE
No soy experto en redes sociales. Para decirlo con precisión, solo conozco bien una de ellas, en la que entro de vez en cuando y de la que no siempre salgo satisfecho. Me incomodan las expresiones soeces que algunos exhiben como muestra de atrevida modernidad pero, sobre todo, siento un profundo desagrado ante la proliferación de ese mal de nuestro tiempo que es la desinformación, la mentira difundida de manera consciente, los bulos maliciosos que, sorprendentemente, otras muchas personas dan por buenos sin parar a pensar de dónde vienen, quienes los propagan y con qué intención perversa empiezan a correr alegremente de acá para allá. Entre esa maraña de cuestiones, de la que es conveniente huir como de las plagas bíblicas o las pandemias modernas, se deslizan con cierta frecuencia comentarios e imágenes que aspiran a traer al presente los recuerdos nostálgicos de un pasado que ya no existe y que tampoco podrá volver nunca. Los edificios perdidos, el puente de piedra de San Pablo, la Carretería abrumada de coches y peatones, son elementos recurrentes de ese retorno visual al pasado, en el que también la Plaza Mayor que fue tiene su espacio.
Es
la de Cuenca una Plaza Mayor ciertamente original, con una disposición que
rompe el molde habitual o dominante en la inmensa mayoría de estas plazas
existentes en la vieja Europa. Para empezar, tiene un perímetro absolutamente
irregular, parecido a un trapezoide y no es un recinto cerrado, sino tan
abierto que además de recibir varias calles hay una, la principal, que la cruza
por completo, en lo que es un factor anómalo, porque impide que aquí se pueda
ejercer en plenitud algo que es esencial en casos similares: la convivencia
ciudadana, el libre paseo o estancia en el interior del espacio. Y encima, para
rematar el catálogo de dificultades, el suelo no está horizontal, sino
inclinado, lo que ya es el colmo de la originalidad. Pese a todo ello, la Plaza
Mayor siempre ha tenido el encanto ambiental que le proporciona la edificación
circundante, estimable combinación de monumentalidad institucional alternando
con viviendas populares.
La
Plaza Mayor ya no es la que fue. No hace falta remontarse a tiempos medievales,
cuando era un conglomerado de talleres
artesanales, tenderetes del mercado callejero y un incesante trajín de gentes,
hasta que en el año 1527 el rey Carlos I autorizó al Ayuntamiento a emprender
el procedimiento de adquisición de todas las casas que se consideraban un
estorbo para lograr definir un espacio más amplio y cómodo, que pudo
sobrevivir, con algunos cambios puntuales, hasta que en el tramo final del
siglo XX se emprendió la reforma que habría de dar el resultado actual y que
resultó tan insatisfactorio que en seguida se puso en marcha un concurso de
ideas para llevar a cabo una nueva modificación, que se quedó en los papeles, o
sea, en nada. Todavía en 2008 el alcalde de entonces confiaba en que ese mismo
año pudieran empezar las nuevas obras.
Quienes sienten añoranza de la
plaza que fue recuerdan sobre todo los árboles que había alrededor, los coches
aparcados en los laterales, la libertad de las gentes para pasear por el
interior. A ello añado, por mi cuenta, los preciosos guijarros (o cantos
rodados) que formaban el pavimento, sustituido por ese horror de adoquines y
losas que saltan continuamente, sobre todo en el centro de la calle Alfonso
VIII. En lugar de aquel ambiente convivencial y agradable, incluso pueblerino,
si se quiere decir así, se ha impuesto la dictadura de las terrazas, decididas
a apropiarse hasta del último centímetro de terreno mientras expulsan a los
peatones del libre uso de la calle, sin que la autoridad municipal muestre
ningún interés por hacer cumplir las ordenanzas y la plaza misma se convierte
en un incesante trajín de furgonetas y camiones en continua faena de carga y
descarga. A lo que se puede unir ahora, aunque sea algo circunstancial, las
obras en la calle Pilares que vienen a poner la guinda sobre el pastel.
Hay motivos, desde luego, para sentir
nostalgia por la Plaza Mayor que conocimos hasta hace unos años y que ya no volverá.
Ni siquiera creo que sea posible emprender una nueva remodelación como la que
se intentó últimamente. De manera que, aunque sea un pensamiento fatalista, no
nos queda más remedio que aguantar con lo que hay. Y consolarnos, eso sí,
viendo fotos antiguas, como la que he elegido para ilustrar este comentario,
obra de Carlos Albendea.
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