04 02 2021 EL HOMBRE QUE HIZO HABLAR AL BARRO
Creo que nunca (al menos conscientemente) he repetido un mismo título para dos trabajos diferentes, aunque estén muy separados por el tiempo. Eso es difícil, cuando se han escrito miles y puede surgir un despiste u olvido. En este caso, sin embargo, voy a utilizar, como encabezamiento de estas palabras una frase que ya figura en el frontispicio del catálogo que escribí para acompañar la exposición de las placas de cerámica que Pedro Mercedes hizo para ilustrar las fachadas del Mercado Municipal y que nunca se pusieron allí. Esa fue también la última ocasión en que hablé directamente con el alfarero, cara a cara, en su casa del barrio de San Antón, el mismo edificio que ahora, al fin, después de muchos años, ha sido rehabilitado para ser transformado en no se exactamente qué pero seguramente en una instalación que pueda resultar útil para seguir engranando esa maquinaria tan compleja (y difícil) que tiene que ver con la Cultura en Cuenca.
Aquello era en el año 2007 y al siguiente
murió Pedro, después de haber tenido que sufrir algunos momentos muy delicados.
Pero en esa conversación última, después de tantas como tuvimos a lo largo de
muchos años de oficio, él en lo suyo, yo a lo mío, aún tenía lo que deberíamos
poseer todos hasta el momento final: lucidez de pensamiento, claridad en las
ideas, firmeza en el ánimo, a lo que el artista del barro unía un corazón
enorme y una limpia claridad en la mirada, a pesar de que los gruesos cristales
de sus gafas pudieran empañarla. El tema, aquel día, era repasar su vida, tan
conocida, tan amplia, pero en la que siempre podía encontrarse algún detalle
más con el que enriquecer el relato, pero sobre todo se trataba de rehacer el
casi estrambótico episodio de las placas del Mercado, de cuya existencia muchos
dudaban, como pensando que era fantasía imaginada alimentada por la
incredulidad.
Las placas existían, claro que sí, desde
que fueron encargadas en 1969 por el alcalde Andrés Moya, pero nunca llegaron a
colocarse en el lugar para el que estaban destinadas, sino que directamente
fueron del alfar a un almacén municipal donde quedaron bien guardadas hasta que
las encontré y recuperé, comprobando que, por fortuna, solo habían sufrido unos
daños mínimos. Creo sinceramente que le di una gran alegría a Pedro Mercedes,
que ya daba por perdida cualquier posibilidad de que pudieran verse en público
y se vieron, entre palabras de admiración, durante un mes completo.
Ahora repaso las páginas de ese catálogo y
reviso las fotos de quien empezó siendo alfarero de cacharros y terminó como
artista del barro, el primero de todos en merecer ese título, a cuyo amparo ha
crecido una magnífica colección de creadores a quienes ya, de manera directa,
llamamos artistas. Lo son. Aunque la memoria suele ser frágil, aquel día lo
conservo con bastante nitidez. Veo la figura reposada de Pedro y siento su voz
que enhebra las palabras ofreciendo un relato coherente en el que se deslizan
ideas y recuerdos, con los que rehace su vida y rememora experiencias. Y recreo
mi propia visión del alfar, de la sala familiar en la que estábamos, de los
hornos, de las estanterías con cacharros, de cómo explicaba las figuras, los
animales, los seres mitológicos que vinieron a este mundo para dar forma a todo
un universo hecho en barro raspado.
Han pasado muchos años, cosa que ya va
siendo habitual en esta ciudad nuestra en la que cada paso, cada iniciativa, se
convierte en una tarea que requiere un ímprobo esfuerzo, pero nos dicen que el
alfar de Pedro Mercedes ya está listo para seguir cumpliendo una función social
y cultural renovada. Ha sido transformado, por manos que espero hayan actuado
con sabia habilidad para adaptar el ambiente en que vivió y trabajó Pedro
Mercedes en algo distinto pero que sea fiel a su memoria a la vez que abre
posibilidades a otros que vayan hasta él para aprender, quizá trabajar, o
sencillamente a disfrutar de la posibilidad de tener al alcance de la vista un
auténtico alfar medieval en el que un hombre sabio y sencillo hizo hablar al
barro.
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