28 11 2020 UN JARDÍN ROMÁNTICO EN EL CORAZÓN DE LA CIUDAD
Todavía son muchos los que llaman El Vivero al parque de Santa Ana, como queriendo ignorar que el tal vivero desapareció del ámbito ciudadano hace ya muchas décadas, pero esta es una ciudad en la que algunos títulos arraigan y resisten incólumes, aunque cambien las generaciones (otro ejemplo: se sigue diciendo Paúles y Oblatos, aunque de tales religiosos se perdió el rastro ni se recuerda cuándo). Supongo que estas cosas son de las que resisten cualquier análisis objetivo, porque funcionan en el terreno de los sentimientos y no de la razón.
En el caso del Vivero, probablemente
nadie piensa, cuando se pronuncia tal palabra, en su auténtico significado, que
no tiene nada que ver con su naturaleza actual, la de un amplio espacio
ajardinado, un auténtico parque urbano, que desde siempre ha asumido un papel
de hermano menor, un segundón que se mantiene humildemente a la sombra del
parque de San Julián, que siempre ha contado con las preferencias de los
ciudadanos y, por supuesto, de la autoridad municipal, quizá por aquello de que
como está en el centro de la pequeña urbe capitalina, a él se dirigen todas las
miradas.
Ya que he empezado por ahí, quizá
convenga aludir, siquiera levemente, a la justificación de ese término. Este
paraje procede de la desamortización del siglo XIX, porque había sido propiedad
del primitivo convento de carmelitas. Todas estas tierras las compró Lucas
Aguirre y de esas manos pasaron a las de la Diputación, ya en las primeras
décadas del siglo XX, para cederlas al Estado que tenía el proyecto de formar
un vivero experimental que tendría tres secciones de arboricultura,
selvicultura y ensayo de especies exóticas con objeto de obtener plantones para
plantaciones aisladas, lineales y de ribera; plantas para repoblaciones
genuinamente forestales, y otras plantas que pudieran ser de interés para
introducirlas en el interior de España. Como es fácil deducir todo ello se fue
al garete y en su lugar la amplia finca se fue parcelando para cumplir fines
diversos.
Uno de ellos, el parque de Santa Ana,
que José Luis Lucas Aledón consideraba como el jardín más romántico de los que
existen en Cuenca, una auténtica maravilla, con una elegante distribución de
zonas florales y arboladas, organizadas mediante paseos de trazado regular que
invitan a la estancia sosegada, la lectura amable o el juego infantil. El
parque tuvo una gran piscina, la primera de Cuenca, famosa por estar siempre
sucia y que no consiguió vencer en su competencia con la cercana ribera del
Júcar, siempre preferida por los amigos del baño veraniego. Fue construida en
1934 y ese verano ya se pudo usar, junto con varios juegos infantiles situados
en sus proximidades. De esa piscina no queda rastro y, posiblemente, ni
siquiera memoria, como casi tampoco lo queda del Parque Infantil de Tráfico,
trazado con tanto esmero y abandonado a los cuatro días.
La imagen que ofrece ahora el parque de
Santa Ana es la de un dulce y nostálgico abandono. No creo que ningún jardinero
se acerque por allí alguna vez para retirar las hojas caídas, cortar la broza
que lo invade todo, igualar los setos o mirar tristemente a los dos grandes
pilones de las fuentes sin agua, pues no hay mayor tristeza que contemplar la
sequedad de esos recipientes. Ni siquiera creo que haya mitómanos que se
acerquen hasta allí para contemplar la hermosa figura de una joven desnuda,
único elemento escultórico que ocupa un pequeño espacio entre los paseos. Aquí
estuvo también la antigua pila bautismal de la iglesia de San María pero, por
fortuna, se la llevaron antes de que terminaran por hacerla astillas, que así
de tristes son algunas de las cosas que pasan por aquí. Romántico, melancólico,
nostálgico, marginado parque de Santa Ana.
Era un lugar maravilloso. Ahora, un parque mas. Del ambiente, ya ni hablo. Una pena.
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