29 08 2020 ENTRE LA REALIDAD Y LA APARIENCIA
Cuando yo estudiaba Periodismo, o sea, en la Prehistoria del tiempo
actual, los profesores (había entre ellos muy ilustres firmas de la Prensa
española) solían comentar que una noticia es algo que tiene una vigencia
limitada. Produce un impacto en el momento que se produce, puede permanecer en
vigor tres o cuatro días más en que se van añadiendo datos a la información
inicial, quizá merece un reportaje un tiempo después para ofrecer una visión de
conjunto acerca de lo que ha sucedido y finalmente desaparece. Los que
sobrevivan aún de aquellos veteranos profesores se sentirán ahora tan
maravillados como yo al comprobar que una noticia, la del coronavirus, es capaz
de permanecer indefinidamente, salir todos los días en las primeras páginas de
los periódicos, llenar horas y horas en los informativos de Radio y Televisión
y ser incluso la comidilla coloquial de cualquier persona que en cuanto se
encuentra a otra por la calle siente la necesidad de compartir con ellas las
sensaciones que la invaden.
Una noticia, un hecho, un suceso como
éste puede permanecer vigente durante seis meses ya y no hay apariencias de que
vaya a decaer en las próximas semanas. Quizá ahora, con lo de Messi, se abra un
resquicio para que entre un poco de aire fresco en el ambiente contaminado que
nos invadió a finales del mes de febrero y de esa forma podremos encontrar
algún motivo saludable para distraer nuestra atención con otras cuestiones. Por
ahora, ya estamos todos bien informados de los datos de la incidencia, que se
nos ofrecen de manera machacona; de los agobiantes problemas que padecen los
sanitarios, realmente abrumados por lo que tienen encima y por lo que esperan;
compartimos todos las preocupaciones de padres y profesores ante las
calamitosas perspectivas que se presentan en el inminente curso académico, a
punto de empezar; conocemos cada día a un comerciante que llora por no vender
nada, al dueño de un hotel o un restaurante que va a tener que cerrar porque
nadie viene del extranjero y nadie consume ni una caña; caen sobre nosotros un
día sí y otro también la evolución catastrófica de los índices de prosperidad
económica, hasta hace poco tan boyantes; los camioneros se quejan por no poder
encontrar estaciones de servicio (ni clubs de alterne) abiertas por la noche;
los amigos de las francachelas nocturnas, sean locales de copas o solares para
el botellón están desolados ante el aburrido horizonte que tienen por delante,
con el único consuelo de aficionarse a ver series de TV. Y así podríamos seguir
hasta el infinito, desgranando el rosario de calamidades que forman en estos
momentos la panoplia informativa.
Luego uno sale a la calle, atemorizado
ante la perspectiva de tropezar en la puerta de casa con una manifestación
belicosa de virus dispuestos a devorar sin contemplaciones al incauto que se
atreve a hacer tal cosa. Con sorpresa contempla que en esa misma calle hay
otras personas, que van o vienen (eso sí, todas, rigurosamente, enmascaradas),
suben o bajan, entran en tiendas, compran el pan, se sientan en terrazas
callejeras a tomar un café o una cerveza, saludan a algún conocido, pasean por
el parque, suben al autobús sin que les preocupen en exceso que vayan
atiborrados de pasajeros (será que en Cuenca están exentos de cumplir la
distancia de seguridad), y ofrecen, en conjunto, una especie de panorama de
tranquila normalidad. Eso sí, mientras no hablen. En cuanto alguien abre la
boca el resultado es otra vez el rosario inacabable de lamentos y desgracias.
Todo va muy mal viene a ser el resumen. No lo parece, a la vista del amable
aspecto de la pacífica ciudad, pero todos, incluidos los medios informativos,
están convencidos de que vivimos en el peor de los mundos posibles. Y esto va
para largo.
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