09 05 2020 SIN SABER QUÉ NORMALIDAD ES LA QUE VUELVE
Sin saber
qué normalidad es la que vuelve
A estas alturas, parece que los seres humanos nos hemos agrupado en
dos grandes bloques: a un lado, lo que quisieran prolongar la actual situación
hasta no se sabe cuándo porque, atemorizados por definición, se esperan lo peor
en cuanto empiecen a darse los pasos que nos devolverán a una normalidad que,
por lo que dicen, ya no volverá a ser como era antes, al menos durante mucho
tiempo. Al otro lado, los que tienen prisa, muchísima prisa, por hacer lo
contrario, o sea, dar por terminada la situación de excepcionalidad que
llevamos viviendo ya durante dos meses y lanzarnos con precipitación a
recuperar todos los eslabones perdidos, como si aquí no hubiera pasado nada y
pudiéramos correr un tupido velo para que todo vuelva a ser como era.
Nos dicen mentes lúcidas y bien dotadas
para explicar los misteriosos comportamientos de los seres humanos que debemos
acostumbrarnos a vivir en adelante con la compañía de ese perverso virus que se
ha apoderado de nuestras existencias, alterando por completo el que parecía
bien estructurado modo de vivir. Dicho de otro modo, que aunque la situación
mejore y el número de muertos vaya disminuyendo, el mal seguirá ahí, agazapado,
como en las buenas películas de terror, dispuesto a recuperar su enérgica
maldad en cuanto tenga una adecuada oportunidad de hacerlo, lo que nos obliga a
vivir en una permanente situación de temor, que es el peor horizonte
imaginable, porque no es posible encontrar acomodo en el miedo que trae consigo
la inseguridad, el desconcierto, el no saber exactamente qué hacer en cada
momento. Y esa es, precisamente, la situación en que nos encontramos, ahora que
caminamos hacia eso que han querido llamar la desescalada, palabra tan tonta e
incorrecta como la de confinamiento. A la Real Academia de la Lengua le
parecería mejor que se utilizaran términos como “reducir”, “disminuir” o
“rebajar” pero a ver quién corta ahora el grifo que ha puesto en marcha la
“desescalada”, con la que todo el mundo parece estar tan contento, si nos
fijamos en la desenvoltura con que se maneja. El coronavirus nos está ayudando
a introducir innovaciones en el idioma, quien lo iba a esperar.
Los timoratos seguirán agazapados en sus
casas durante algún tiempo más, pensando que es cosa en exceso arriesgada
volver a salir a la calle, entrar en tiendas o, sobre todo, reencontrarse con
otros seres humanos que a saber lo que pueden contagiar. Los atrevidos no
tienen que esperar a que el gobierno levante la mano: ya los vemos por ahí,
organizando cuchipandas nocturnas antes de tiempo o buscando cualquier pretexto
banal para estirar más de lo prevenido las normas que nos han dado para hacer
cosas tan inocentes como pasear o practicar deporte. Y por delante, en el
horizonte inmediato, esa incógnita que se abre ante nosotros cuando intentamos
ejercer una mirada hacia el futuro. Los sabios comentaristas nos dicen que ya
nada volverá a ser igual que antes. No estoy yo tan seguro. Eso mismo se ha
dicho siempre de todas las calamidades, guerras mundiales incluidas, lo mismo
que de las terribles ideologías totalitarias que, sin embargo, están volviendo
a tomar cuerpo en la presuntamente civilizada Europa, como podemos comprobar
aquí mismo, para sorpresa de muchos, entre los que me incluyo.
No está claro, no, que de la terrible
lección de estos meses seamos capaces de extraer conclusiones acertadas.
Vivimos en una permanente situación de desconcierto, de dudas. Entre el miedo y
el atrevimiento. Entre la prudencia y la osadía. Sin encontrar puntos de
referencia que nos puedan ayudar. Estamos abrumadoramente solos, cada cual con
su propio camino por delante, con su propia y solitaria elección.
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