21 09 2019 BELLEZA Y SERENIDAD EN EL CLAUSTRO
Belleza y serenidad en el claustro de
la catedral
La catedral de
Cuenca vive un tiempo dulce. Atrás, casi olvidados en el tiempo, quedan los
momentos en que era un espacio oscuro, somnoliento, apagado, que invitaba más a
la tristeza y los lamentos que al disfrute derivado de la posible contemplación
de un recinto hecho para la fe a través de un estimable despliegue de elementos
arquitectónicos y artísticos, de suficiente entidad como para provocar
estímulos en quienes entran en él sin sentir especialmente el pálpito
religioso. De la catedral de Cuenca se salía, hasta no hace mucho, con una
íntima sensación de amargo desencanto en el que apenas si tenían cabida algunos
detalles estimulantes que pasaban a enriquecer las emociones de la memoria.
Quienes
escriben sobre este sobrio y por ello mismo elegante edificio suelen hacerlo
valorando cuestiones importantes, como es natural. No creo que a nadie se le
ocurra contar el relato mínimo acerca de cómo, de qué manera, y en virtud de
qué objetivos, la catedral de Cuenca se ha transformado en un espacio limpio,
luminoso, con casi todas sus capillas abiertas para que cualquiera pueda
penetrar en ellas y conocer sus detalles, que antes había que adivinar a través
de los barrotes de las rejas. Eso forma parte de la historia pequeña, la que
permanece en la intimidad y que algunos conocemos a retazos pero casi nadie
tiene especial interés en contar, abrumados, quizá, por lo que realmente merece
la pena y es digno de ser comentado. Todo ello vino a impulsos de un aire de
modernidad y modernización que hace ahora de la catedral de Cuenca un lugar
asequible y amistoso. Por ello, volver una vez más y otra a su interior, con
cualquier pretexto -un concierto, una exposición, una visita guiada, subir al
triforio o, sencillamente, porque sí- es algo que se realiza habitualmente,
creo que por bastantes personas (quisiera creer que, entre ellas, muchos
conquenses) para quienes este hermoso edificio de indefinida clasificación
estilística, porque los acoge a todos, se ha convertido en algo cercano, que
merece la pena disfrutar.
Imagino
que cada cual tiene sus puntos de preferencia. Seguramente, el Arco de Jamete
irá en primer lugar de esa hipotética clasificación. En la mía, el puesto
honorífico lo ocupa el claustro, predilección a la que contribuye un factor
personal. Durante muchos años, periódicamente, me enviaban a hacer un reportaje
sobre las hipotéticas obras de restauración que algún día se harían. Conservo
en la memoria aquellas visitas, las entrevistas, las imágenes de aquel lugar
polvoriento, desangelado, las piedras amontonada, cuya recuperación parecía
imposible. Cuando ahora vuelvo a pasear por esos pasillos, contemplo las
arcadas, oigo el cantarín sonido de la fuente central y veo abiertas las
puertas de la emocionante Capilla del Espíritu Santo, siento como si yo mismo
hubiera contribuido, con aquellos antiguos reportajes, a la recuperación de ese
recinto que sintetiza como pocos el valor del clasicismo.
En los
pasillos sobrevive algún resto de la exposición de Ai Weiwei que convive con la
maquinaria del antiguo reloj, una admirable pieza de tecnología artesanal y así
lo tradicional se empareja con la modernidad para dar fe, también aquí, de la
más notable característica de esta ciudad, su capacidad para hacer que
coexistan elementos de diferentes culturas formando todos ellos un puzzle
sorprendente y admirable, como lo es que la comunicación con el claustro
rigurosamente clásico que diseñó Juan de Herrera y ejecutó Juan Andrea Rodi se
haga a través del enloquecido Arco que trazó Esteban Jamete, en días de
enfebrecida imaginación creadora.
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