23 03 2019 EL CEPA RETORNA A LAS PANTALLAS DE CINE
El Cepa retorna a las
pantallas de cine
Buceo
en el cajón donde descansan los recuerdos e intento revivir sucesos ocurridos
hace ya la friolera de 40 años. La memoria lo mezcla todo, los hechos
históricos, el rodaje cinematográfico, la polémica social y popular, el
nerviosismo interno en el periódico, las declaraciones de unos y otros, la
proliferación de artículos, todo el maremagnum que envolvió la aparición de El crimen de Cuenca y el desconcierto
que provocó en no pocos sectores y personas que pensábamos haber salido ya de
la oscuridad de los tiempos represivos y nos encontrábamos, de golpe y porrazo,
con que retornaban los viejos fantasmas. Todo ello se vivió con intensidad en
el conjunto del país pero de una manera singular, quizá más emotiva, en el
lugar que había sido escenario de aquel episodio y cuyo nombre, para mayor
bochorno, aparecía mencionado de manera explícita en el título de la película.
Me pregunto si ahora volverá a producirse algo similar o la sociedad española
ha conseguido madurar de una vez, por más que la irrupción estrepitosa de
algunas actitudes (ya ven los mensajes horribles de Vox, la campaña contra una
obra de teatro en Madrid, las advertencias contra una librería) nos hacen temer
que las cosas, aún mejorando, no han conseguido todavía alcanzar el nivel de
sosiego y tolerancia que, pensamos algunos, sería deseable.
Casi
todo lo que tiene que ver con la realidad histórica es bien conocido, porque se
ha relatado en multitud de ocasiones. En el pueblo de Tresjuncos, dos hombres
fueron acusados de haber asesinado a otro, un pastor, que había desaparecido.
Obligados por la tortura que sobre ellos descargó la Justicia, ambos se declararon
culpables y estuvieron a punto de ser ejecutados. Cuando ya habían cumplido la
pena impuesta, reapareció el muerto con un motivo que se presta al chiste y la
burla: pidió al cura del pueblo la partida de bautismo para poder casarse.
Aunque los dos inocentes fueron rehabilitados, nadie pudo devolverles el
injusto trato vejatorio, los años de cárcel y, sobre todo, los crueles castigos
recibidos durante los interrogatorios. Así se acuñó el caso Grimaldos, que
Pilar Miró transformó en una excelente, durísima película, que bautizó como El crimen de Cuenca. Era el año 1979.
El
tema y, sobre todo, el tratamiento ofrecido por la directora, irritó a quienes
siempre están dispuestos a irritarse si algo no les viene bien lo que les anima
de manera sistemática a pedir la intervención de los poderes que se encargan de
reprimir, censurar, prohibir. El ministro de Cultura de la época, Ricardo de la
Cierva, asumió la protesta de los inquisidores y dictó una medida insólita para
la todavía joven democracia: impedir la exhibición de la película que, de esa
manera, pasó al anaquel del destierro, mientras se alimentaba por todas partes
la polémica. Como, a pesar de todo, entre los jueces hay bastantes con sentido
común, el Tribunal Supremo dictaminó finalmente en 1981 que no había motivo
para la prohibición y, de esa manera, la libertad de expresión, que es algo
mucho más serio y profundo que pintar grafitis en las paredes o colgar lazos
amarillos de las fachadas públicas, pudo prosperar y la película empezó a
circular por las salas..
Ahora,
El Cepa regresa, de la mano de un director ya experimentado, Victor Matellano,
que ha elaborado un documental sobre aquel extraordinario suceso, contando para
ello con algunos de quienes fueron protagonistas entonces. Es una pena que Pilar
Miró ya no esté viva para contar su propia experiencia. Imagino que, en este
retorno, ya no habrá ocasión para la polémica, las protestas ni las
indignaciones puritanas. Así lo espero aunque en cuestiones extremistas nunca
se sabe por dónde van a salir.
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