12 01 2019 UNA EXPERIENCIA MÍSTICA CON BILL VIOLA
Una experiencia mística y visual con
Bill Viola
Intento
comprender lo que quiere transmitir Bill Viola, un nombre que, según dicen las
crónicas, figura en la vanguardia de la creación artística y del que mi modesto
bagaje cultural no tenía la menor noticia, hasta que surgió como una apuesta de
calado para impulsar la actividad de esta ciudad, sobre todo en el resbaladizo
terreno del turismo, considerado por la mayoría como la panacea capaz de
resolver las incógnitas que el futuro nos plantea.
Hago caso de lo que dicen los
expertos aconsejando al espectador cual debe su posicionamiento personal ante
las propuestas del artista: el propósito no es favorecer la contemplación en sí
misma, sino transmitir conceptos, generar sensaciones, manifestar estados de
ánimo. Para ello, se nos sumerge en un ambiente de total oscuridad, lo que
lleva consigo incluso el riesgo de algún tropezón inesperado con los ocultos
escalones antes de penetrar en el ámbito misterioso donde nos esperan imágenes
y sonidos organizados de manera tal que crean un ambiente envolvente,
sugerente, marcado por la austeridad: no hay sillas ni objeto alguno donde
poder sentarse, de manera que es preciso permanecer estoicamente de pie durante
los minutos que dura la visión del montaje videográfico, desplegado mediante la
aplicación de un verdadero despliegue tecnológico.
Por puro vicio profesional,
alimentado durante décadas, no suelo hacer caso de las cifras relativas a
espectadores o visitantes calculados a ojo de buen cubero y menos aún a las
especulaciones que ofrecen las encuestas de orientación electoral, cuyos
mecanismos de elaboración son tan dudosos como los datos que finalmente
ofrecen. De manera que la cantinela sobre cuántas personas han ido ya a visitar
la macroexposición “Via Mística” es un dato que me parece irrelevante. Más
interesante sería recoger de alguna manera la impresión producida en los
visitantes y si, en efecto, las expectativas suscitadas por los mecanismos de
propaganda se corresponden con las impresiones verdaderamente recogidas.
Se pretende, nos han dicho,
“aprovechar todo el valor añadido que tiene la cultura para posicionar el papel
de una ciudad especialmente preparada para ofertar una imagen de tradición y
modernidad, reforzando su posición de ciudad cultural”. Y ello a través de una
propuesta de contenido marcadamente espiritual, inspirado en la iconografía
religiosa tradicional. Busco todo ello en el ambiente de estas salas,
distribuidas por el casco antiguo de la ciudad; observo las imágenes, algunas
bellísimas; me dejo envolver por el ritmo cadencioso que el artista ha impuesto
a la sucesión de las escenas; admiro la elegancia de los actores, anónimos, que
están dando vida y forma a recreaciones que pueden hacernos recordar momentos
de intensidad religiosa; sigo como en una nube etérea la oscilación
escenográfica de cuanto se va sucediendo en la pantalla, mientras el sonido,
siempre amable, nunca estridente, acentúa estos momentos de aislamiento, como
si fuera posible conseguir verdaderamente una traslación espiritual.
El ánimo de una mente tradicional
busca los resquicios necesarios para adaptar sus pensamientos a los criterios
de modernidad que ofrecen las técnicas actuales. Rembrandt y Zurbarán están muy
lejos. Esto es otra cosa. Se puede ver hasta el 24 de febrero. Si alguien
todavía no lo ha hecho, merece la pena experimentar esta propuesta. Fuera, en
la calle, queda la barahúnda habitual, entre zarajos y morteruelo.
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