18 08 2018 LA SENCILLA ALEGRÍA FESTIVA DE UN PUEBLO
La sencilla alegría festiva de un
pueblo pequeño
Es cosa
sabida, por repetida todos los años, que el 15 de agosto es el día más festivo
de todo el calendario español, tal es la cantidad de pueblos que celebran sus
fiestas patronales, unos de manera efectiva, amparados en la dedicación
virginal de esa fecha y otros, también ya muy numerosos, que la utilizan como
pretexto, trasladando a ella unos festejos que, de acuerdo con la tradición,
deberían tener lugar en septiembre u octubre, de clima más inhóspito para
acoger rituales que tienen su razón de ser en la calle y bajo el buen tiempo,
además de ser incómodos para los hijos del lugar que residen en puntos muy alejados.
En agosto se solucionan todos los problemas: el clima acompaña, las vacaciones
ayudan a los desplazamientos, los pueblos adormilados conocen la viveza del
jolgorio callejero y, sobre todo, la presencia de niños, esa especie cada vez
más extraña en sitios que caminan a paso rápido hacia la despoblación.
Las
fiestas, en los pueblos pequeños, tienen un indudable encanto. Nada que ver con
los ditirambos y despilfarros que lucen en otros sitios, empeñados en parecerse
lo más posible a los grandes eventos reservados para ciudades de postín y
posibles. Aquí no hay recintos feriales, con sus tiovivos y norias; no hay
tómbolas cuyos altavoces se desgañitan ofreciendo el oro y el moro a cambio de
unas monedas; ningún grupo musical vendrá a animar la inexistente verbena
nocturna y el suministro de cerveza y refrescos corre a cuenta de la iniciativa
de cada cual. La procesión con el santo o la virgen y la misa de asistencia
masiva (tan distinta de la mínima presencia de feligreses durante los duros
meses del invierno) forman el centro
vital de la fiesta y como es el momento adecuado del lucimiento colectivo, las
mujeres del lugar, las residentes y las venidas de fuera, salen a la calle
dispuestas a transformar el sencillo recorrido urbano en un desfile de modas, en
el que no falten atrevidas vestiduras que el cura acepta sin rechistar. Lejos
están los tiempos en que medían con mirada aviesa que la falda estuviera bien
puesta debajo de la rodilla, los escotes modosamente cerrados para no dejar ver
ni un centímetro de carne más de lo imprescindible, los brazos bien cubiertos
hasta el codo, nada que pudiera provocar la lascivia masculina. Los curas,
ahora, callan y otorgan. Con tal de que la gente vaya a misa, cualquier cosa
vale.
El
pueblo que me sirve de observatorio ya ni siquiera lo es: hace años lo
redujeron a la categoría de aldea y así ahora Navalón forma parte de una
entidad municipal mayor, Fuentenava de Jábaga, aquí al lado, a un paso de
Cuenca. A pesar del despoblamiento, hay gente, bastante, y en las calles se
aprecia una cierta actividad constructora. De la iglesia, puntualmente, salen
las imágenes, porque aquí son dos: el Cristo de la Fe, cuya fecha festiva es en
septiembre, y la Virgen de Tejeda, advocación insólita, porque es el único
pueblo de la provincia en que se celebra tal título, fuera de su ámbito propio,
en el marquesado de Moya. Los hombres, de cuatro en cuatro, llevan las andas
del Cristo; las mujeres, también cuatro, las de la Virgen y así, amistosamente
emparejados, ellos delante, ellas detrás, recorren todo el pueblo en media
hora, que no hay más metros para caminar y vuelven al templo, entre apagados
vítores y el ritmo solemne del himno nacional que alguno, estoy seguro,
quisiera corear a viva voz, no se si recordando a Pemán o a Marta Sánchez.
La
mañana se va caldeando con el paso de las horas. Y el pueblo, sin aspavientos,
disfruta de lo que trae este día de fiesta.
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