09 12 2017 LA DIFÍCIL PROTECCIÓN DEL PATRIMONIO
La difícil protección del patrimonio cultural
Vivimos
en un mundo contradictorio. No estoy descubriendo nada nuevo, porque este es un
pensamiento, o al menos una frase, que ha generado multitud de comentarios, algunos
ciertamente sesudos como corresponde a quienes se dedican a razonar
filosóficamente sobre las circunstancias de nuestra época; por supuesto, con
mucha mayor profundidad que en un sencillo artículo periodístico. Encontramos
numerosos ejemplos que pueden avalar estos hechos; uno de ellos, reciente, es
el que me da pie para este comentario.
Hace
unos días, en un ambiente ciertamente expectante, Vicente Malabia explicaba
ante una audiencia atenta e interesada, las circunstancias, casuales o movidas
por el destino, según los gustos de cada cual, que le llevaron, hace ahora 30
años, a encontrar, o sea, descubrir, las pinturas rupestres situadas en uno de
los parajes más recónditos y abruptos de las hoces del Cabriel, en la rambla de
Vicente. Algunos ya conocíamos esa historia contada con una cercana viva voz
por quien entonces era párroco de Minglanilla, en cuyo término municipal se
encuentran los abrigos preparados por seres prehistóricos, hace unos diez mil
años, más o menos. Relatada en público, mediante un discurso bien estructurado,
con todos los datos y detalles, la historia alcanza otros matices, trasciende
del relato amistoso y se transforma en la crónica de un acontecimiento de
relieve.
Hasta
aquí los hechos que forman la conferencia ofrecida hace unos días en la sede de
la Academia. Pero hay más, el estrambote de unas palabras que, en buena medida,
había sido insinuado previamente pero que surge al final, ya sin tapujos ni
matices provocando en los oyentes las dudas que aquí quiero interpretar. Porque
nuestro mundo, como afirmo al principio, es víctima de sus propias
contradicciones. Nos envolvemos todos, en especial quienes viven del ejercicio
de la política, en floridos discursos sobre la libertad, la difusión del
conocimiento, la adquisición sin límites de todas las capacidades posibles, la
necesidad de eliminar fronteras que obstaculicen el acceso general a las
fuentes de la sabiduría y los saberes. Libertad, bendita palabra. Y, sin embargo, junto a ese principio, que
seguramente podríamos compartir sin matices todos (o casi todos) nosotros,
aparece la sombra terrible de la irresponsabilidad, el peligro de que cualquier
incontrolado destruya lo que teóricamente es una propiedad colectiva. Las
pinturas de Altamira ya solo se pueden ver por un reducidísimo número de
personas mientras el resto debe conformarse con ver una réplica. No es el único
caso: hay otros más. En Villar del Humo, los abrigos están protegidos por rejas
que impiden la llegada de los seres humanos hasta la misma roca, en la que se aprecian
con nitidez los destrozos producidos durante los años previos a esa protección.
Las de Minglanilla aún están al aire libre, pero cuentan con una singular
cautela, la que impone el propio paraje, arriscado, salvaje, impenetrable, apto
para muy pocos.
Las
pinturas rupestres de la rambla de Vicente deberían estar al alcance de
cualquiera. Eso dice la utopía. La realidad es que si lo fueran, la inagotable
capacidad del ser humano para hacer daño produciría en ellas un mal
irreversible. Terrible dilema. El hombre es bueno por definición o malo por
naturaleza. Malabia proclama sentir miedo por no estar seguro de qué puede
ocurrir en cualquier momento. Es un sentimiento compartido. Qué pena.
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