02 12 2017 NUNCA LLUEVE A GUSTO DE TODOS
Nunca llueve a gusto de todos
El
todopoderoso ser humano ha logrado extraordinarios avances desde que era el
desnudo habitante muerto de frío en cuevas inhóspitas hasta conseguir llegar a
donde estamos. En especial, es cosa de maravilla y asombro advertir los
sorprendentes (algunos incluso parecen artificio de magia) resultados que se
están consiguiendo en cuestiones tan delicadas como la medicina o la
alimentación. El ingenio y la inteligencia que tantas veces se han utilizado
para procurar maldades inauditas aplicadas en sentido contrario, esto es, en
búsqueda del bienestar general, nos están asegurando el disfrute de un
bienestar nunca antes conocido.
Un
solo aspecto, un solitario sector parece resistirse a la aparente capacidad
infinita del género humano para llevar la investigación científica a un
horizonte sin límites: no hay forma de controlar, ni siquiera actuar, para
modificar o controlar el comportamiento arbitrario del clima. A lo más que se
ha podido llegar es a la bondadosa intervención pública (televisiva, sobre
todo) de unos especialistas llamados meteorólogos que intentan, con mejor
voluntad que resultados advertirnos de lo que puede pasar en las próximas
horas; algunos, en el colmo de la temeridad, llegan a extender su predicción
hasta una o dos semanas adelante, sin querer admitir el hecho cierto de que eso
es un ejercicio propio de pitonisas, no de científicos razonables.
Porque
lo cierto y constatable es que el conjunto de factores que intervienen en lo que
genéricamente llamamos clima, esto es, el conjunto de variables atmosféricas
que actúan en una zona geográfica concreta, resulta algo imprevisible e
incontrolable. Nadie es capaz de hacer que los vientos, la lluvia, la
temperatura o el oleaje del mar actúen como fuera deseable en cada momento sino
que lo hacen a su gusto y, además, no en la forma deseable. Antiguamente (hasta
hace poco, en realidad) pueblos inocentes y crédulos, como los españoles,
encontraban consuelo sacando a la calle y los campos imágenes religiosas en
devota procesión, generalmente en demanda de lluvia aunque en muchos casos,
como en aquella película de Berlanga, sólo el monaguillo había tenido la
precaución de llevar consigo el paraguas. Ahora ya, ni eso.
Y,
sin embargo, hay un clamor generalizado, que ocupa tertulias barriobajeras y
sesudos debates, artículos (éste, por ejemplo), barras de los bares,
conversaciones callejeras, en torno al desconcertante comportamiento del clima,
responsable de haber tenido hasta ahora mismo temperaturas impropias de la
época pero, sobre todo, de esta pertinaz, abrumadora sequía, que ha llevado
ríos y embalses a unos niveles ínfimos, indicadores de una falta de salud
generalizada en la naturaleza. Abruma, ciertamente, ver esos hilillos de agua
desplazándose cansinamente, como el Júcar a su paso por Cuenca; esos cauces
totalmente secos, como el del Huécar; esos embalses que dejan al descubierto
tierras que deberían estar cubiertas, como ocurre en La Toba o en Buendía; esas
docenas de fuentes, tan generosas siempre, de las que no es posible extraer ni
una gota de agua por más que se las zarandee; y las tierras agrietadas en
espera del maná celestial.
El
todopoderoso ser humano no consigue controlar los comportamientos del clima y
probablemente no lo logrará nunca. Seguirá habiendo, como desde el comienzo de
la historia del mundo, calamidades bíblicas que nos acongojarán a capricho de
quien mueva los hilos de la naturaleza y sin que uno pueda entender por qué no
llueve cuando hace falta o por qué no calienta el sol cuando se necesita.
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