28 10 2017 RUINAS VENERABLES DE UN TIEMPO IDO
Ruinas venerables de un tiempo ido
Forma
parte del catálogo de discusiones eternas la disyuntiva entre invertir en
cuestiones útiles (carreteras, por ejemplo) o hacerlo en asuntos más etéreos e
intangibles (cultura, de manera especial) y ese debate encuentra una aplicación
muy específica en un tema concreto: la rehabilitación o recuperación, no solo
de monumentos de valor reconocido, algo que, al parecer, y después de mucho
tiempo, ya parece contar con una aceptación indiscutible, sino también de otros
espacios que carecen de aquella valoración oficial, incardinados en lo que
podemos llamar genéricamente como arquitectura popular, con un amplísimo
repertorio de edificaciones, desde aldeas y caseríos hasta torreones, tinadas y
estaciones de ferrocarril.
No
creo exagerar nada si afirmo que en la provincia de Cuenca ha sido mínima hasta
ahora la preocupación por conservar en aceptable integridad todos los elementos
patrimoniales heredados del pasado. Y eso incluye a todas las administraciones,
empezando por las locales e incluyendo a los propietarios de tales
edificaciones, hasta llegar a los niveles más altos de la gobernabilidad.
Tampoco soy tan idealista como para creer que todo lo existente debería ser
mantenido en pie y en su integridad por los siglos de los siglos, pero sí estoy
convencido de que si se hubiera hecho un esfuerzo mayor, si hubiera existido
esa preocupación, nos habríamos ahorrado muchos lamentos y, ahora, esas
inversiones recuperadoras que tanto parecen molestar en algunos sectores.
Las
comparaciones, a veces, son útiles, al menos para ayudarnos a pensar. En un
reciente y prolongado viaje por el País Vasco (o sea, Euskadi), hemos tenido ocasión
de admirar de manera continuada el exquisito cuidado con que se mantienen en
pie los incontables caseríos y aldeas que aparecen repartidos por aquel
admirable territorio. Creo que no hemos encontrado ni una sola ruina, ni una
edificación abandonada y, al contrario, otras muchas reacondicionadas para
servir con una nueva dedicación social o turística. Esa imagen contrasta con
cualquier recorrido por los caminos que cruzan nuestra provincia, en los que
aparecen con una frecuencia realmente preocupante docenas de lugares ruinosos
que reflejan, no solo el abandono poblacional, evidente y bien conocido, sino
la desidia de quienes fueron sus propietarios y también de quienes, desde la
administración más cercana, deberían haber acudido en auxilio de ese lugar
antes de que pudiera llegar a situaciones irreversibles.
Desde
las alturas de Moya hasta las planicies de Santiago de la Torre pasando por la
antigua próspera villa de Hortizuela hay un amplísimo abanico de lugares que
hace apenas cien años mostraban una existencia saludable, no digo ya próspera,
con una población estable suficiente para ocupar con dignidad un lugar visible
en el conjunto de la provincia. Todo ello se ha venido abajo, quizá de una
manera precipitada, con más velocidad de la que podían haber imaginado los
estudiosos de la demografía urbana y rural y eso puede justificar el que no se
tomaran a tiempo medidas previsoras. También, y ya lo he insinuado, porque no
existían semejantes preocupaciones en el catálogo de las preocupaciones políticas,
condicionadas por resolver los problemas cotidianos.
Esa
preocupación sí existe ahora, y merece un reconocimiento, incluso de quienes
dan preferencia a las cuestiones prácticas de cada día. Aún con la conciencia
de que será imposible llegar a la totalidad del ya enorme repertorio de
necesidades a las que atender, el esfuerzo por recuperar lo que se pueda del
patrimonio colectivo es una política tan valiosa como la otra. Mucho se seguirá
perdiendo en el camino pero lo que se salve habrá merecido la pena.
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