26 08 2017 MELODÍA DEL JÚCAR
Melodía del Júcar
Del futuro plan de urbanismo de
Cuenca (si es que esta vez consigue llegar al término de su proceso de elaboración,
después de tropecientos amagos) solo conocemos, por ahora, las intenciones
teóricas y metodológicas expresadas por el responsable del equipo redactor.
Entre ellas aparece, una vez más, el propósito de vincular el río Júcar al
tejido urbano y social de una ciudad que, sistemáticamente, viene viviendo
durante siglos de espaldas al río que la define y da personalidad.
Esto, naturalmente, no tiene nada
que ver con lo que de manera habitual han pretendido todos los planes de
urbanismo aplicados en esta ciudad (y, supongo, también en las demás), cuyo
propósito fundamental, por no decir único, ha sido siempre urbanizar, urbanizar
y urbanizar, habilitar parcelas y más parcelas en las que poder construir,
dejando entre ellas algún espacio sobrante para preparar algunos jardines o
edificar algún edificio público. Si alguien cree que exagero solo tiene que
echar un vistazo al plan todavía en aplicación, aunque hace años que cumplió su
periodo de vigencia. En él se toman medidas previsoras para una ciudad que en
ese plazo debería alcanzar los doscientos mil habitantes; para albergarlos,
habría que construir veinte mil viviendas. El resultado más visible lo tenemos
a la vista: los solares que pueblan el polígono Villa Román III y el desolador
aspecto del Villa Román IV donde no ha llegada a colocarse ni un ladrillo.
Imagino que el nuevo equipo
planificador es consciente de que nunca, o al menos en varios siglos, Cuenca va
a superar mucho más allá el nivel demográfico en que ahora se encuentra,
próximo apenas a los 60.000 habitantes. Por tanto, las necesidades
edificatorias no son las fundamentales, sino que hay otras, menos atractivas
para el poder político, que disfruta con los oropeles de las ruedas de prensa
triunfalistas pero más vinculadas a la realidad cotidiana en que nos movemos a
través de un tejido urbano incómodo, desajustado, necesitado de imperiosas
correcciones para conseguir un ambiente sosegado, más humanos y menos
especulativo.
En ese propósito aparece un tanto
difusa la intencionalidad de dar carácter al río Júcar, tan cantado por
pintores y poetas, tan objeto de los fotógrafos, pero siempre colocado como al
margen de la ciudad. Está ahí, al lado, pero no la atraviesa, lo que contribuye
a esa especie de distanciamiento, que no se da en otros lugares en que el río
pasa por el centro urbano, con puentes, muchos puentes, que ayudan a cruzarlo
de una ribera a la otra, produciendo una identificación urbana que la gente
siente como cosa propia. Aquí solo el puente de San Antón contribuye a formar
esa idea vinculante entre río y seres humanos, que suelen dirigir una mirada
distraída a las aguas o al fondo de imagen que dibuja el casco antiguo
reflejándose en la verde superficie.
Esa mirada nos devuelve la imagen de
un río que va siendo comido apresuradamente por la maleza de sus riberas, sin
que ninguna autoridad muestre preocupación alguna por limpiarlas para dejar
diáfana la superficie de las aguas, escasas por otra parte, que en este tiempo
se deslizan cansinamente en espera de que lleguen mejores oportunidades de
conseguir un caudal suficiente, similar al que tuvo en momentos de mayor
fecundidad fluvial. El Júcar, ahora, es un río que se desliza suavemente, sin
querer molestar, sin recibir de sus presuntos cuidadores ninguna muestra de
cariño. Quienes pasean por los senderos asfaltados apenas si tienen tiempo para
dirigir una rápida mirada al cauce, mientras mantienen el ritmo apresurado de
sus pasos gimnásticos. Quizá las ninfas que lo habitan han sentido un temblor
emocionado al conocer que en un futuro no muy lejano pueden surgir ideas
encaminadas a proporcionar vida a un río tan hermoso, tan poético, tan
mágicamente reproducido en pinturas y fotografías, objeto incluso de melodías
musicales, pero tan poco aprovechado por los habitantes de la única ciudad por
donde pasa. Dormita el Júcar, dejándose llevar por la casi inexistente
corriente, mientras sirve de espejo para que en él se reflejen las imágenes de
Cuenca y en algún lugar, todavía no señalado, personas inteligentes piensan en
qué se puede hacer para que el río, además de pasar, se quede y forme parte
intrínseca de la ciudad.
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