23 09 2017 LA CARICIA DEL CABRIEL EN VADOCAÑAS
La caricia del Cabriel en el puente
de Vadocañas
Los
seres humanos tenemos pleno derecho a sentir aficiones por unos temas y
desapego por otros. Si no, seríamos todos iguales, con el aburrimiento
consiguiente. Entre mis temas preferidos se encuentra, desde siempre, una
incontenible atracción hacia los puentes, todos los puentes, en los que
encuentro una evidente importancia como elemento de comunicación entre dos
orillas en apariencia separadas, distantes, aisladas, pero que gracias a los
puentes pueden quedar enlazadas, salvando la distancia entre ellas. Hay aquí,
por supuesto, una metáfora evidente. Si alguien hubiera tendido puentes entre
el gobierno de Madrid y el de Cataluña no habríamos llegado a donde estamos ni
ocurriría lo que nadie sabe qué va a pasar.
Me
gustan los puentes, todos los puentes, desde los pequeños, de piedra,
construidos apenas para salvar un riachuelo, y que los pueblos, por
generalización simplista suelen llamar “romanos”, cuando en realidad quedan
poquísimos de aquella época y la mayoría de los que así se denominan son
medievales, hasta los más grandes, los espectaculares no solo por sus
dimensiones sino también por su tremenda implicación en el paisaje y ahí pueden
entrar el puente nuevo sobre el Júcar en Cuenca, los viaductos del ferrocarril,
el del Chantre (que sigue arruinándose), el del Castellar, el de Santa Ana en
San Clemente, el renacentista de Cristinas y, por supuesto, el de San Pablo,
magnífico ejemplo de la arquitectura del hierro, cuyo mérito indudable aún
algunos se resisten a reconocer y una larga retahíla cuya sola mención sería
suficiente para cubrir el espacio de este artículo.
Hacia
el Cabriel, caminando entre bosques de coníferas y parcelas de viñas, como un
milagro de la astucia agrícola surgida en estos rodales rocosos, donde parece
sólo podrían vivir alimañas se llega a un lugar sorprendente, casi misterioso,
envuelto en soledad y silencio. El camino surge junto al santuario de
Consolación, que es término de Iniesta situado entre Villarta y Villalpardo,
sigue junto a una rambla casi siempre seca, bordea las Casas del Rato, una
construcción antigua, otra moderna y luego las ruinas de viejos molinos de agua
y siguiendo esa ruta sinuosa y encrespada, se llega a Vadocañas, que fue aldea populosa, con una venta
caminera que servía de alojamiento para los trajinantes empeñados en ir desde
la Meseta a Levante o viceversa.
Todo
eso es pasado, remembranzas con las que contar historias a la luz de la lumbre,
si ahora se mantuviera semejante costumbre. La aldea llegó a tener 30 edificios
y un centenar de habitantes que, seguramente, no eran conscientes de la
considerable belleza del puente que tenían ante la vista y que sigue
existiendo, elegante, poderoso, capaz de tolerar sin problemas el paso de los
ganados. Existía ya en 1575, porque la Relación Topográfica lo encomia de manera
considerable, al explicar que es "de
piedra labrada, fecha a costa de esta villa y repartimientos de vecinos y con
gran gasto, que duró años (...) de un sólo ojo y de gran altura y anchura.
Pasan carros y gentes. Dicen ser la mayor y mejor y de grandes y mayores
piedras del reino y pasan bestias, y todo lo demás, de Toledo y otras partes a
Valencia y Requena". De ese relato se deduce que el puente estaba recién construido,
financiado por los propios vecinos de Iniesta, seguramente porque se había
arruinado otro anterior, de madera, al que se mencionaba unos 30 años antes. Y
ahí está, sigue estando, ofreciendo a la vista una impresión visual de
consideración, con su atrevida altura, 80 metros desde su borde hasta la
superficie del río, pero lo más espectacular es que tiene un solo ojo, caso
nada frecuente en este tipo de construcciones, lo que le convierte, dicen, en
una de las más importantes obras de ingeniería en Europa en tal tipo de
construcción.
Aquí
terminan las hoces del Cabriel y ahí está, cinco siglos después, impertérrito y
bellísimo en su impávida soledad, el puente de Vadocañas. A este lado, Cuenca;
al otro, Valencia, unidas así, sin fronteras ni pontazgos, enlazando ambas
orillas del río y dos territorios secularmente enlazados, que para eso sirven
los puentes, si hay inteligencia suficiente para trazarlos y construirlos.
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