15 05 2016 UNA ROSA PÓSTUMA PARA CAMILO
Una rosa póstuma para Camilo
Escribo este artículo el miércoles,
11 de mayo. Este día, hace cien años, nació Camilo José Cela, en un bello
rincón de la hermosa y húmeda Galicia. Antes de empezar a teclear palabras he
repasado las agendas ciudadanas disponibles, en las que se recogen las diversas
formas en que grupos, grupillos y grupetes se disputan en esta ciudad la
utilización de espacios y, sobre todo, del tiempo, para hacernos multitud de
propuestas presuntamente culturales. No encuentro, entre ellas, ninguna que
haga alusión al ilustre escritor que hoy hubiera llegado a ser centenario, de
haber conseguido vencer al implacable destino que marca nuestras vidas.
Fue un personaje polémico,
discutido, mediático, de los primeros que aprendió a convivir con la presión de
cámaras y micrófonos, ante los que tenía siempre a mano un comentario ingenioso
o un exabrupto. Su obra literaria es dispar, contradictoria. Hasta no hace
mucho, los críticos coincidían en señalar que La familia de Pascual Duarte era, con diferencia, la mejor novela
española del siglo XX. Seguramente ahora los críticos, que tienen una
invencible tendencia a la iconoclasia, tendrán otras preferencias y habrán
puesto sus ojos en cualquier otro, naturalmente joven, cuanto más joven, mejor.
Luego vino la explosión genial de La
colmena, y con ella consagró su prestigio, avivado, además, por un
acompañamiento excepcional, las dos magníficas películas que sobre ellas
dirigieron Ricardo Franco y Mario Camus y también es suerte, sobre todo para el
escritor, que en terreno tan resbaladizo, por lo general frustrante, como el de
las adaptaciones literarias al cine, estas dos suyas resultaran verdaderas
obras maestras. Entre una y otra hizo un memorable Viaje a la Alcarria en que, por desdicha para nosotros, solo
incluía la parte de Guadalajara, privándonos así de lo que hubiera sido una más
que interesante visión de esa otra porción alcarreña que se encuentra al sur de
Tajo y Guadiela, la que está enclavada en la provincia de Cuenca.
El resto de la obra de Cela es muy discutible; valioso su
empeño de experimentar con el idioma y la estructura interna de la narración,
intentando hacer algo para lo que quizá no estaba especialmente preparado, pese
a su voluntad; divertidas sus incursiones en el ámbito de lo erótico y lo
escatológico. Son cosas que los genios pueden hacer sin inmutarse; incluso
haciéndolas pueden ganar el Nóbel. También se les disculpan sus desvaríos
amatorios, esos que en casos normales podrían mover a risa, sobre todo cuando
se roza el ridículo, pero que en los grandes hombres parece un ingrediente
complementario de su obra literaria.
Para nosotros, la prosa de Cela nos regaló algunas piezas
antológicas en forma de artículos periodísticos e incluso de poemas. Conocía
bien Cuenca y la visitó en bastantes ocasiones. En justa reciprocidad, la
ciudad le dedicó un mirador sobre el Júcar, a espaldas de la calle de San
Pedro, desde donde se puede ver de frente a los Ojos de la Mora, una figura inexistente
entonces y que a Cela le hubiera encantado. Se murió un día cualquiera y el
presunto homenaje que se le iba a rendir quedó para un futuro indefinido que
nunca llegó. Ni siquiera a sus aduladores de entonces se les ha ocurrido
promover ahora algún acto de recordatorio, ahora que hace cien años desde que
vino al mundo. Injusto tratamiento de los seres humanos. El discutido, el
polémico, el excelente escritor de artículos sobre Cuenca bien se merece, al
menos, un recuerdo. Que yo formulo aquí, en forma de literaria rosa, para
depositarla simbólicamente a los pies de la lápida donde se recogen tan
hermosas, tan bien trazadas palabras sobre esta ciudad.
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