09 09 2017 ANIMOSO Y CREATIVO, CARLOS DE LA RICA
Animoso y creativo, Carlos de la Rica
Estamos tan ocupados y entretenidos con los sucesos de la
actualidad cotidiana, con el sainete de Cataluña en primer plano (espectáculo
merecedor en otros tiempos de la rechifla ingeniosa de los buenos humoristas
que ha habido en este país, ahora ya sin gracia, porque todo lo amarga la
obligación de ser políticamente correctos y no decir inconveniencias, que es
ingrediente propio del humor inteligente), que van quedando al margen
cuestiones sin duda menores, nada trascendentes, pero que deberían marcar con
cierta definición el carácter de una ciudad o de un ambiente cultural. Viene a
cuento este exordio introductorio al constatar la indiferencia con que ha
pasado de largo el veinte aniversario de la muerte de Carlos de la Rica,
actitud similar al medio siglo que había cubierto ya antes su empresa
editorial, El Toro de Barro, que con todos los matices que se le quiera añadir,
vino a ser una actividad ciertamente meritoria uno de cuyos más notables
ingredientes fue el de mantenerla activa desde un pueblo pequeño, Carboneras de
Guadazaón, contradiciendo así la tendencia casi natural en el mundo de los
libros a buscar cobijo en las grandes ciudades, cuanto más grandes, mejor.
En todos los seres humanos hay luces
y sombras, faltaría más y las dos cosas se pueden encontrar con profusión en la
figura de Carlos de la Rica y no hay por qué enfatizar una cosa u otra, sin
exagerar absurdamente los valores positivos ni cometer la felonía de incidir en
los negativos. Lo que sí está claro, creo yo, es que fue una personalidad
arrolladora, con un dinamismo apasionado y errático capaz de actuar sobre los
más dispares escenarios que, en su caso, van desde el altar de una iglesia
donde oficiaba misa diariamente hasta la plaza pública de un pueblo, a donde
acudía con sus “Experimentales” a dinamizar las sosegadas conciencias de los
lugareños, espantados de ver a un cura embutido en un escandaloso sweter rojo
de cuello alto mientras declamaba versos incomprensibles. A una de esas
aventuras escénicas me arrastró (y no me arrepiento en absoluto) para montar en
la Plaza de la Merced un auto sacramental moderno (más que moderno:
vanguardista) escrito por él y dirigido por mí, con bailes y música en directo,
en lo que bien puede ser considerada, dicho al estilo cervantino, como una de
las más grandes ocasiones que vieron los siglos en esta ciudad. Y que como no
tuvo continuidad ni mucho menos repetición, es recordada por quienes vivieron
aquella noche mágica del 29 de mayo de 1966 como si hubiera sido un sueño
fantasmagórico, una alucinación onírica, de la que algunos incluso llegan a
dudar de que realmente hubiera existido. Existió, sin duda alguna y fue algo
realmente espectacular e inolvidable.
Aparentemente dispersas, la vida y
la obra de Carlos de la Rica manifiestan una lúcida coherencia y un plan
claramente concebido, que abarca como en un abanico, tantas varillas como se
quiera contar pero unidas todas, firmemente, en el vértice donde una mano
diestra las hace voltear a su gusto. Sacerdote (nunca renunció a serlo y
ejercer), poeta, articulista, editor, conferenciante, pregonero, animador
cultural, promotor de eventos, dibujante, académico y principal impulsor de la
Academia conquense, que él llevó a recibir la distinción real y muñidor de
iniciativas del más variado pelaje, su presencia constante en la vida conquense
contrastaba con la internacionalidad viajera que le llevaba de manera periódica
a cualquier lugar del mundo con especial dedicación a las tierras de Oriente
Medio. Monárquico adicto a la figura de don Juan de Borbón, militante activo de
todas las vanguardias habidas y por haber, imaginativo y divertido, supo
navegar hábilmente entre los unos y los otros en la naciente democracia
española, recibiendo simpatías y apoyos desde la izquierda y la derecha. Como
el mundo de los poetas es ciertamente enrevesado y algo maniqueo, concitó a su
alrededor un nutrido grupo de jóvenes escritores para quienes era faro y guía,
a la vez que concitó el desdén de quienes estaban en otra onda. Nada nuevo. Así
ha sido siempre y sigue siendo. Como corolario de todo ello (y de muchas más
cosas que pueden decirse), la editorial El Toro de Barro fue bajo su dirección
una empresa ciertamente singular, en la que acertó a implicar a nombres ya
consagrados con otros primerizos, formando así un repertorio tan numeroso como
variopinto, fiel reflejo, creo yo, de la personalidad de quien la inventó y
mantuvo, el ánimo singular de Carlos de la Rica.
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