05 06 2016 LA IMAGEN CAMBIANTE DE MANGANA







La imagen cambiante de Mangana

            Han pasado ya varias semanas desde que la plaza de Mangana estrenó su nuevo aspecto y seguramente son ya centenares los conquenses que han pasado por ese lugar para contrastar, con la experiencia propia, el resultado obtenido tras tantos años de idas y venidas, proyectos y cambios, experimentos y suspensiones de obras, con la consecuencia lógica de que cada cual tendrá su propia opinión, como es cosa normal en un mundo cada vez más abierto y en el que ya no quedan verdades absolutas, si es que alguna vez las hubo. Me parece interpretar, a ojo de buen cubero y al hilo de algunos comentarios, que no se ha producido un rechazo generalizado, como en cierto momento se pudo temer y sí en cambio una aceptable tolerancia hacia el resultado final obtenido, aunque algunos tuerzan el gesto ante determinados ingredientes como, por ejemplo, el exceso de colorines. Y no faltan, naturalmente, quienes desearían disponer ya de la totalidad del espacio porque, no olvidemos, falta aún concluir lo que parecía ser más importante, la musealización de las ruinas existentes bajo el pavimento, ahora apenas entrevistas desde el exterior.
            En cualquier caso y por encima de todo el hecho más positivo, para mi gusto, es la recuperación de esa plaza y el reencuentro, al fin, con la torre, tras tantos años de alejamiento. Poder pasear nuevamente por ese lugar, acercarnos a los pies de la atalaya, observar de cerca el reloj, sentir la vibración de las docenas de generaciones que habitaron aquí antes de que todo fuera arrasado. En ese proceso valoro especialmente el hecho de que la torre de Mangana se nos devuelva tal como es o, por decirlo con precisión, tal como ha sido en los últimos veinte años, sin que nadie haya caído en la tentación (y si alguien lo ha hecho, lo han disuadido, que también está muy bien) de volver a modificarla en seguimiento de caprichos personales o en aplicación de teorías historicistas sin fundamento.
            Mangana, creo yo, es el más expresivo y duradero símbolo de la ciudad. Ya se que hay otros también muy significativos (la catedral, las Casas Colgadas, el puente de San Pablo) pero ninguno como esta solitaria torre, alzada en limpia sinrazón altiva como vio Federico Muelas a la propia ciudad, silenciosa contempladora del paisaje circundante, reloj que marca las horas inagotables del tiempo eterno, campanil que antiguamente alertaba a la población en situaciones de alarma y que ahora solo repica para anunciar doloridamente la muerte de un concejal. Cuatro imágenes de Mangana conocieron los conquenses del siglo XX; con la última de ellas entró en el XXI y bien merece la pena que se mantenga, para consolidar ese carácter simbólico que posee y que, a fin de cuentas, es el que viene acompañando a los miembros de las últimas generaciones.
            Hay, en el ánimo de quienes se dedican a gobernar ciudades, una invencible tendencia a modificar todo lo que tienen al alcance de sus voluntades y así vemos cómo lo hacen, desde placas de identificación callejera hasta cambios de dirección de un sentido a otro o invenciones de rotondas, por no hablar de peatonalizaciones, que es materia sumamente resbaladiza. Esa tendencia insaciable debe tener un límite y ese es, justamente, el que afecta a los símbolos, que deberían ser considerados inmutables. La pobre Torre de Mangana ha estado sujeta a los volubles caprichos de los sucesivos regidores de esta ciudad y por ello, creo yo, ha llegado el tiempo de que se consolide su aspecto actual, aunque no sea el que históricamente le correspondía. Pero ese es el que conocemos, al que nos hemos acostumbrado y bien está que permanezca así.


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