03 06 2017 UN REMANSO DE AJARDINADA NOSTALGIA


Un remanso de ajardinada nostalgia

Casi todos los días paso al menos una vez o dos junto al jardín de El Salvador, que se encuentra en el camino que va desde mi casa, en las alturas urbanas, hasta la ciudad moderna, donde es necesario bajar (cada vez más) para resolver cualquier asunto cotidiano. Bordeo la verja del jardín y siempre, aunque sea de manera imperceptible, como resultado de un movimiento ocular reflejo, miro hacia el interior de ese espacio para comprobar que raramente hay nadie en él. Una vez, recuerdo, me sobresaltó la presencia, insólita y tumultuosa, de un grupo de jovencitos llegados, probablemente, del cercano colegio de las benitas, pero eso fue solo una vez, algo excepcional. En otra ocasión ví a un muchacho sentado en un banco, leyendo un libro, y esa imagen me conmovió, porque me devuelve a épocas muy pretéritas, en que yo mismo buscaba algún rato libre para sentarme en un parque cualquiera, bajo la sombra protectora, siempre amable, de los árboles, con un libro en las manos.
       Estas dos referencias son verdaderamente especiales. Por lo común, no hay nadie en el jardín de El Salvador. Como tampoco hay juegos infantiles, de esos que la municipalidad riega por los demás lugares verdes, escasean igualmente los niños que, junto con parejas de enamorados, jubilados sin ocupación fija y jóvenes sentimentales aficionados a la lectura, son los usuarios habituales de estos sitios. El jardín, enclavado en una disposición escalonada, para adaptarse a la singular bajada (ya saben: calle de Solera por un lado; de los Caballeros por el otro) es pequeño, quizá el más diminuto de la ciudad y surgió, a comienzos del siglo XX, como habilidoso remedio al desastre urbanístico cometido en la zona. Habían demolido la iglesia de San Vicente, de acuerdo con esa furia destructora que de siempre ha sido característica visceral de los responsables de la cosa pública en Cuenca y para ocupar el solar resultante y otros inmediatos tuvieron la idea, benefactora desde luego, de construir un mercado, elemento siempre útil en todas partes, menos aquí, donde el que hemos tenido hasta ahora se ha venido estrepitosamente abajo sin que a nadie parezca importar mucho la pérdida.
       Pero no debo perder el hilo del relato. En ese hueco al que me refiero, construyeron efectivamente el mercado que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio, como se decía antes. En apenas unos pocos años la autoridad gubernativa decidió que las condiciones del lugar eran insalubres y decretó su clausura, seguida, como es natural, del consiguiente derribo, con lo que la situación volvía a su anterior punto de partida. Hasta que en 1912 el Ayuntamiento decidió ajardinar el paraje, dando forma inicial al parquecillo que, tras sucesivas intervenciones (la última, en los años 50 del siglo pasado), finalmente ha quedado como lo podemos ver.
       El jardín de El Salvador es pequeño, como he dicho antes pero tiene un considerable valor porque es el único espacio verde, con flores y árboles, que hay en todo el casco antiguo de Cuenca, dominado por la arquitectura, la monumentalidad y el arte, pero sin apenas resquicio para la vegetación. El jardín de El Salvador no cuenta con las simpatías vecinales, tan escasos son sus visitantes, pero ello no impide que todo el mundo se lamente del abandono, el descuido, la falta de atenciones que recibe. Quizá los lamentos han llegado a las alturas inalcanzables donde se cuecen las decisiones políticas y por ello nos anuncian que, en breve plazo, comenzarán obras de remodelación y mejora.
       Yo reconozco (no me importa hacerlo) que a estas alturas me invade ya un escepticismo sistemático cada vez que se anuncian estas cosas y por ello temo lo peor con esta nueva intervención. El jardín de El Salvador no forma parte del inventario de los más bonitos jardines del mundo, ni tiene seguramente ningún mérito especial desde el punto de vista botánico, pero es sencillo, amable, agradable, con un toque de melancólica nostalgia que se acentúa por la sensación solitaria que desprenden sus paseos. Sus bancos están desgastados y la solitaria fuente metálica mana agua cuando bien le parece. En sus cuatro lados, un elegante aunque sobrio enrejado, interrumpido por las puertas igualmente metálicas lo cubre por completo, acariciando su interior. No soy tan cerril como para negar mejoras y arreglos pero, si es posible, por favor, no destruyan el espíritu de este jardín para sustituirlo con cualquier bodrio modernista cargado de cemento. Con el Jardín de los Poetas ya hay bastante.

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