01 05 2016 VIVIR EN TORNO AL LIBRO
Vivir en torno al libro
Hablar del libro y de libros, de la
lectura, del comercio librero y de la inquietud editorial, de lectores y de
personas que proclaman, incluso con cierto orgullo, no haber leído un libro en
su vida o en todo el año, de los sitios en que los libros se almacenan, sean
librerías particulares o bibliotecas públicas, de quienes los escriben, los
comentan, analizan y critican, es un ejercicio recurrente al que nos dedicamos
periódicamente muchos ciudadanos, algunos, como yo, hasta acumular ya docenas
de artículos, de manera que a estas alturas probablemente quedan pocas ideas
originales que decir y sí muchos conceptos repetitivos. Y, sin embargo, como
ocurre con cualquier adicción costumbrista, uno no puede soslayar la tentación
de caer en ella y volver, una vez más, siempre, a intentar enlazar unas cuantas
palabras en torno a ese objeto tan deseado como maltratado.
Aunque
en estas cuestiones siempre es arriesgado aventurar fechas concretas porque
suele haber muchos hilos sueltos que parecen actuar como los efluvios de
manantiales diversos que al cabo de unos metros se unen para dar forma a un río
(el Júcar es un buen ejemplo), parece que podemos situar en 1935 la celebración
de un primer Día del Libro, en el escenario del Instituto de Cuenca y por
iniciativa de su director, Juan Giménez de Aguilar; de aquel brillante suceso,
el profesor Honorio Cortés nos dejó una preciosa crónica, que se puede leer en
las páginas de Heraldo de Cuenca.
Pero las celebraciones en
torno al libro suelen estar marcadas por un hecho ambiental muy concreto: la
calle, a la que deben salir volúmenes, vendedores, lectores, autores y también
personas sin destino fijo, para formar la multicolor y variopinta muchedumbre
de paseantes entre casetas, envueltos todos por el antiguo, ya inexistente,
olor a tinta fresca, mientras las manos, generalmente inquietas, deslizan
páginas y los ojos escudriñan solapas a la búsqueda del comentario eficaz que
justifique la compra del libro acariciado. Podemos atribuir, con bastante
seguridad, a Fidel Cardete, encargado entonces de la Biblioteca Pública del
Estado, la iniciativa, en 1948, de sacar el libro a la calle, invitando a las
librerías a montar unos artesanales tenderetes en Carretería.
Las
crónicas recogen un primer amago de Fiesta del Libro en el año 1957, con la
presencia destacada de Gerardo Diego firmando ejemplares de sus obras, además
de ofrecer una conferencia en el Instituto Alfonso VIII bajo el sugestivo
título de “Cómo se hace un soneto”. Ahí están, en la foto de Luis Pascual que
da fe de aquel suceso, el gran poeta cántabro (ya saben, el del hermoso poema
dedicado al Júcar conquense), al lado del alcalde Jesús Moya mientras, detrás
de ellos, el promotor de la visita, Federico Muelas, mira no se sabe bien hacia
dónde.
Vivimos estos días una nueva edición
de algo que todos entendemos como Feria del Libro, aunque quienes la vienen
organizando, en los últimos años, se empeñan en rebautizarla con añadidos
espúrios, como si no fuera suficiente con la denominación genérica que el
conjunto de ciudadanos entiende a la primera. Como se empeñan, igualmente, en
llevarla de acá para allá, sin motivaciones suficientes, solo por dar
satisfacción a vanidades personales que contradicen el principal valor de
cualquier actividad, del tipo que sea: la continuidad sin interrupciones y la fijación
en la memoria colectiva. Desde esa inseguridad institucional, ese permanente no
saber qué hacer con los juguetes que tienen en sus manos, asistimos ahora a un
nuevo invento, plagado de riesgos y por eso mismo más necesitado de atenciones,
de cuidados, de cariños colectivos con los que compensar el riesgo evidente.
Por ello, amable lector, si este
domingo no tiene muchas cosas que hacer (y si las tiene también), vaya a dar un
paseo por la Feria del Libro de Cuenca, instalada esta vez (y ojalá haya sido
una buena idea), en la Plaza Mayor. Que, desde luego, es un muy digno escenario
para acoger esta fiesta librera y libresca, más digno, desde luego, que el de
servir como inmundo garaje, aparcamiento de coches, destino al que parece haber
sido condenada sin piedad alguna.
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