EL AMABLE SABOR ALCARREÑO LATE EN ARRANCACEPAS
De la Alcarria se podría decir, por simplificar una primera opinión, que es un territorio amable, suave, amistoso, sin alharacas llamativas, como se pueden encontrar en otros paisajes. Aquí todo parece sencillo y humilde, como si nadie quisiera llamar la atención más allá de lo prudente. Norma ancestral que se ha visto alterada en los últimos años por la aparición sorpresiva de la villa hispano-romana de Noheda y su espectacular mosaico, todavía envuelto en un discreto anonimato del que va saliendo a medida que unos y otros hablamos de él y contamos las maravillas que encierra. Por aquí discurre la carretera que desde su origen en el ya perdido Albaladejito se interna en los páramos alcarreños, discurriendo una delicada sucesión de cómodas curvas que se van adaptando a la naturaleza del terreno. A la fonética árabe se debe la transformación del clásico Olcadia en la actual Alcarria, aunque Madoz, siempre puntilloso, también asegura que los antiguos llamaban a esta comarca, Arcadia, tierra feliz. Hay una tendencia habitual en escritores vagos, que gustan repetir tópicos, en considerar que la Alcarria es un concepto geográfico exclusivo de Guadalajara, algo a lo que contribuyó y no poco Camilo José Cela con su famoso viaje. Pues no: la Alcarria comienza aquí, en la provincia de Cuenca, con la Sierra de Bascuñana al este y la Sierra de Altomira al oeste abriendo un amplio espacio ocupado por suaves colinas y pequeños pero simpáticos ríos, con el Guadamajud en cabeza, todos ellos tributarios del Tajo.
La carretera, la nacional N-320 ha
quedado cortada en dos por esas cosas misteriosas que tiene la administración y
ahora ese número corresponde solo al tramo que une Cuenca con Guadalajara,
mientras que la otra mitad, Albacete a Cuenca, se ha transformado como por arte
de birlibirloque en la autonómica CM-220, pero quisicosas aparte la que nos
interesa aquí cruza primero por Chillarón, una travesía tradicional que ahora,
parece, quieren corregir haciendo un desvío exterior al casco urbano; luego
viene Noheda y en seguida Villar de Domingo García. A la altura del kilómetro
En el
centro del pueblo está la Plaza Mayor aunque no tenga forma de tal, sino que es
un punto de confluencia de dos calles principales, la de la Plaza, que va hacia
arriba, en dirección a la iglesia, y la dedicada a don Santos Lázaro, un
veterano prohombre de la política provincial de comienzos del siglo XX, aquí
consagrado por quien sabe qué extraños motivos que en su momento le hizo
merecer ese reconocimiento. La mirada se dirige en seguida en busca de algunos
elementos urbanísticos de interés pero ya de entrada es fácil llegar a la apreciación
de que todo lo que pudo haber de valor desde el punto de vista de la
arquitectura popular, ha desaparecido. Las construcciones son de moderna
factura pero, eso sí, no desentonan especialmente ofreciendo un resultado
equilibrado, de pueblo bien cuidado, sin estridencias, salvo la inevitable
pintura de subido color que algún vecino ha tenido el gusto de incorporar a la
fachada de su casa. La calle más atractiva es la de la Plaza, que se orienta
formando un agradable zigzag acomodado a la falda del cerro en busca de la
cumbre donde reposa la iglesia y es justamente en ese punto más alto del pueblo
donde es posible apreciar algunos elementos, pocos, muy pocos, vinculados al
carácter que antiguamente pudo tener el pueblo.
Arriba del todo, dominando el pueblo, está la iglesia, dedicada a San Gil Abad, cuya imagen se recoge en un mosaico situado en una pared lateral de la sacristía. Es un volumen muy sencillo, austero, obra de ese gran arquitecto colectivo que fue el anónimo responsable de la arquitectura rural distribuida por estos pueblos, pero el que trabajó aquí no debía ser inculto, ni mucho menos, porque trazó y colocó una elegante portada clásica, sin alharacas decorativas pero sí con un sobrio y artístico trazado. Un arco de medio punto se apoya en dos pilastras laterales que enmarcan las puertas, de madera vieja claveteada, auténticas, en las que se sintetiza el paso de cientos de generaciones. No tiene torre la iglesia de Arrancepas, sino una espadaña de corta elevación, con remate triangular y dos huecos para campanas
El interior del templo, como cabía esperar, es de una gran sencillez. Una sola nave, cubierta con una bóveda de medio cañón sobre lunetos; sobre el presbiterio hay una cúpula de media naranja y en la pared frontal, donde antiguamente había un retablo, lucen ahora unas pinturas al fresco originales del artista madrileño Rafael Pedrós Lancha (1993-2015), especializado en pintar paisajes de la Alcarria, sobre todo en la provincia de Guadalajara, pero que por algún extraño motivo fue llamado para que ilustrara el fondo del altar de esta iglesia, al que incorporó precisamente una visión muy personal de estas tierras, añadiendo motivos religiosos.
En el callejero hay títulos de calle de la Oliva, y otra de la Higuera, árboles ciertamente propios de estas tierras. Pero, ¿y las cepas? ¿De dónde le viene a Arrancacepas un título tan peculiar, que además surgió inmediatamente después de la conquista cristiana, a finales del siglo XII?. Sin duda, en su origen debería haber algún motivo concreto, una explicación razonable, para atribuir a los habitantes de aquel primitivo lugar de repoblación la característica singular de arrancar cepas que, por cierto, ya prácticamente no existen. Pero el título, curioso, ha quedado consolidado y ahí está.
Fuera del pueblo está la ermita de San Roque. Hay que volver a la carretera para seguir en busca del próximo pueblo y en ese trayecto la encontramos, con una curiosísima particularidad. Como estaba en ruinas, la han reconstruido modernamente por completo, sustituyendo su antigua y desaparecida portada por otra de cristales transparentes que permiten ver el interior, lo cual es verdaderamente original.
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