ARCOS DE LA SIERRA, EN LA BOCA DE LA HOZ DEL TRABAQUE

 

Los nombres de los lugares tienen, en buena medida, oscuras motivaciones para buscar en sus orígenes por qué los llamaron de un modo y no de otro, dando lugar a etimologías extrañas, de difícil explicación pero que hicieron las delicias para que la disparatada imaginación de Muñoz y Soliva encontrara las más estrambóticas definiciones. Lo más extraordinario de este caso es que aún hay gente que se cree a pies juntillas lo que escribió el buen canónigo magistral de la catedral de Cuenca. Eso, como digo, ocurre en muchísimos lugares, pero no en Arcos de la Sierra, que en su expresiva denominación dice lo que hay que decir y, además, se sitúa con total claridad en un espacio natural muy definido, la Sierra, lo que no admite ninguna confusión.

   Hasta aquí se puede llegar siguiendo dos caminos, bien desde la Alcarria, por Torrecilla, Pajares y Ribatajada o desde Villalba de la Sierra, con escala en Portilla. Por cualquiera de esas rutas alcanzamos el mismo punto, este pequeño pueblo que ocupa un discreto papel en el devenir de la historia, aunque en cierto momento llegaron a mostrarse algo levantiscos y por cuestiones de dineros, como suele ocurrir. Aquí ejercía el señorío el marqués de Ariza y las cosas fueron moderadamente bien entre dueño y vasallos hasta que estos quisieron mejorar de situación y para ello alcanzaron un acuerdo con el noble, que aceptó ceder la propiedad y el cultivo de las tierras a cambio de un censo anual, consistente en 72 fanegas de trigo y otras tantas de centeno. El  acuerdo se fue cumpliendo con total seriedad durante mucho tiempo, pero fue decayendo para dar lugar a reclamaciones y pleitos, a cargo del heredero del título, entonces el marqués de Valmediano, hasta que en 1902 se alcanzó una solución definitiva y desde entonces viven en paz en Arcos de la Sierra, sin señor al que obedecer, temer o pagar.

     Pero con estas meditaciones nos hemos acercado hasta Arcos de la Sierra, que nos espera encaramado en la falda de un montículo que bordea la carretera bordea para rodear el casco urbano, al que se penetra por cualquier sitio, sorteando la báscula pública, la parada del autobús y el frontón, elementos que dan la bienvenida al viajero. También estaba alejado el cementerio, pero ahora se encuentra ya a un paso del pueblo, que va creciendo mientras las tumbas permanecen inmóviles en su lugar. Por la calle del Vadillo subimos en busca del centro, dejando a un lado la calle de la Erilla y al otro la de san Bartolomé; para resolver el siguiente cruce, los bautizadores de calles se calentaron menos la cabeza: Norte a un lado y Mediodía al de enfrente, con lo que resultaría facilísimo orientarse, si es que hubiera riesgo de perderse por aquí. Para facilitar las cosas, con un evidente sentido práctico, no hay nombres propios de personas en estas calles, con lo que se ahorran tener que cambiarlos cada vez que el viento de la política va de un sitio a otro; en su lugar, es casi conmovedor encontrar por aquí una calle del Horno, otra del Boleo, la del Collado o la del Egido. Sentido común se llama eso.

            El espacio más amplio es la Plaza de la Erilla y en ella está el Ayuntamiento, con el pilón-abrevadero delante del edificio en el que se ubican todos los servicios públicos necesarios. A partir de aquí se organiza el entramado callejero, de una gran variedad, con casonas, tejados, rejas y rincones muy atractivos, que ayudan a entretener el paseo, mientras subimos hacia la iglesia, que se encuentra en lo más alto del pueblo, aunque lo domina poco pues tiene una configuración achaparrada, con escasa elevación sobre el resto de la edificación aunque desde ella sí se acierta a dirigir la vista con amplitud hacia el impresionante paisaje de los alrededores.

            El edificio es sencillo, un clarísimo ejemplar de arquitectura popular serrana, sin ningún elemento decorativo que  llame la atención, aunque sí lo hacen, pero no por su elegancia, los poderosos contrafuertes que sirven de apoyo a los dos muros laterales. Se llama de la Asunción y fue construida en el siglo XVIII, muy probablemente sobre otra anterior de la que no han sobrevivido restos ni señales. La fábrica es de mampostería, cubierta a dos aguas, una pequeñisima espadaña en el cabecero con dos ojos para otras tantas  campanas gemelas y la sacristía adosada al piecero, casi obstaculizando el paso por la calle, que se llama del Trinquete. Toda esta sencillez constructiva encuentra su reflejo final en la modestísima entrada, con una puerta normal cubierta con un tejadillo que se apoya en dos pies derechos de mampostería, pero que se compensa, sin embargo, con un par de excelentes ejemplos de rejería tradicional, en otras tantas ventanas adosadas al muro de la sacristía. En el atrio, un solitario ciprés erecto de copa muy regular, contempla impávido el ir y venir del tiempo.

     Por dentro hay poca cosa que ver, pues las calamidades de los tiempos han impuesto sobre las paredes del templo una casi absoluta desnudez, de la que se salva la bonita pila bautismal de piedra. Dicen los antiguos del lugar que tuvo pinturas en las cubiertas, pero nadie parece recordar con precisión en qué consistían ni tampoco hay referencia alguna escrita que aluda a tal cuestión. Es el triste destino de los pueblos pequeños, condenados a un devenir anónimo, en el que terminan por silenciarse incluso sus gestos de mérito.

     Desde la iglesia se ve el campo o, por decirlo con mayor precisión, las montañas próximas, porque parece cosa natural, sin necesidad de decirlo explícitamente, que Arcos de la Sierra está enclavado entre cerros, colinas y montañas que dan lugar a un paisaje maravilloso, que tiene un complemento singular. Porque entre Portilla y Arcos, a través de un camino que sale a la derecha un kilómetro antes de llegar al pueblo nos podemos internar en la abrupta hoz del río Trabaque, por donde se pueden encontrar, pozas, rincones, rocas impresionantes, cuevas y covachas, chorreras y un par de viejos molinos hidráulicos que ponen el punto exótico derivado de la civilización industrial. Los naturales, al comienzo le llaman Boca de la Hoz y a lo que viene a continuación El Estrecho; tal es el que forman dos poderosas paredes verticales, roca viva, pura y natural, tajada impresionantemente no se si por la voracidad de este diminuto río o por algún cataclismo geológico de tiempos jurásicos.

     Por aquí, hace mucho tiempo, en este lugar que es el reino de la soledad y el silencio, me encontré un día a Donato, el pastor, que encerraba en su avispada mirada de setentón curtido la sabiduría de quien es capaz de andar a ciegas por los entresijos de la hoz. De su boca salía el rosario de localizaciones, de sendas y veredas por donde llegar a cualquier parte -"muchas ya se han perdido, de no usarlas"- con las que procuraba alimentar mi curiosidad

     En este Trabaque que hoy pasa por la vera de Arcos de la Sierra con agua suficiente para mantener en pie su prestigio de rio, "abundan los cangrejos, truchas, nutrias, ánades, barbos y luinas", según cuenta Madoz. Pero claro, eso era hace ya casi dos siglos. Ni el más avezado pescador podrá encontrar ahora tan nutrida población acuática. Hoy, como es fácil adivinar, la cosa es mucho más limitada. Incluso hablando de personas

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