10 10 2024 ÓSCAR PINAR, UNA PALETA INMERSA EN EL PAISAJE URBANO
Aunque no me gusta autocitarme ni repetirme, voy a empezar recordando aquí algo que escribí una vez, hace mucho tiempo: “Como los caracoles, cuando salen a buscar el templado sol tras la lluvia, así también Óscar Pinar enarbola sus bártulos pictóricos de buena mañana y sale al aire libre” en busca de paisajes, rocas, ríos, rincones, plazas y plazuelas, calles, callejas que incorpora, en directo, a su lienzo, mientras admite la charla con alguien que, curioso, se le arrima en busca de conversación, quien sabe si esperando explicaciones sobre su forma de trabajar. Para entonces ya era uno de los últimos artistas de paleta y pincel al hombro y creo que, después de él, no queda ninguno que siga un sendero por el que han transitado notables figuras de la pintura, a quienes parecía normal plantar el caballete en cualquier recodo del camino y dejar que la mano diera forma a lo que captaba su mirada.
Óscar Pinar nació en Cuenca en 1927
y murió aquí mismo, cuando le faltaba un mes para cumplir los 90 años. Le
gustaba recordar (y presumir) de que había sido discípulo de Fausto Culebras en
la Escuela de Artes y Oficios de Cuenca que en un feliz momento puso en marcha
la Diputación Provincial y que fue cancelada, como tantas otras cosas, cuando
terminó la guerra civil. A ese periodo añadió luego otro en Madrid con Fernando
Somoza, en cuyo estudio aprendió la técnica pictórica a la vez que era alumno
libre del Círculo de Bellas Artes. Empezó a participar en certámenes en los
años 60, obteniendo su primer galardón en 1962 (tercera medalla en el XXXIII
Salón de Otoño de Madrid), al que siguió el primer premio en el II Concurso de
Pintura de Belmonte (1964). Desde entonces participó en multitud de concursos,
consiguiendo galardones en Barcelona, Toledo, Cuenca, Valdepeñas, Alcázar de
San Juan y un larguísimo etcétera, porque fue uno de los más prolíficos y
activos pintores conquenses, trayectoria que finalmente fue reconocida con su
ingreso en la Real Academia Conquense de Artes y Letras, con un discurso sobre
el tema "Plástica y arte de mi tiempo", Tiene obra en multitud de
colecciones particulares de varios países incluyendo los aficionados de Cuenca,
en la que rara debe ser la casa que no tenga una pintura de Óscar Pinar.
Fue
uno de los pintores más singulares que se podía encontrar en cualquier rincón
de la ciudad, siempre tomando su inspiración directamente del natural,
caballete al hombro y en el suelo, pinceles jugueteando sobre el lienzo, en
busca de los matices que intenta desentrañar del paisaje real que tiene ante
sus ojos. Envuelto en el silencio que apenas si pueden turbar los curiosos
paseantes, Oscar mira y mide, analiza el color, investiga en el alma de las
cosas y los árboles y esa forma de actuar la trasladó a los paisajes
provinciales, que captó igualmente en multitud de cuadros, muchos de ellos
referidos a la Alcarria, un terreno que le resultaba especialmente grato, pero
no se crea que fue un pintor exclusivamente localista, porque también viajó con
sus pinceles a tierras extrañas (Cataluña, Toledo, Madrid, Teruel, el norte
cantábrico) hacia las que fue animado por su interés por las cosas y también se
dedicó a la difícil especialidad del retrato, en la que consiguió algunos de
expresividad tan cercana como de trazo enérgico, vigoroso.
Sus
manos se movían de manera incesante, sin parar ni un momento, aunque estuviese
mientras hablando, con la destreza natural incrementada por una experiencia de
años, hasta recorrer un camino en el que, dentro de una corriente clasicista, mostró
siempre un espíritu evolutivo a la búsqueda de las formas y los colores que
acabaron por definir un estilo inconfundible.
Óscar
tenía siempre una rara seguridad en sus opiniones y un encomiable sentido de la
exigencia, propia y hacia los demás, que manifestaba de manera constante,
expresando un saludable espíritu crítico. Se le podía encontrar en cualquier
momento, en los más insospechados rincones urbanos, siempre con su apacible
apariencia de campesino al que no faltaba el sombrero de paja protector del sol
ni los necesarios aparejos pictóricos, rastreando con persistencia los más
íntimos recodos de una ciudad que, aparte de ser suya, pintó de manera
constante, buscando siempre un aliento distinto, algo diferenciado porque, como
él mismo me dijo en más de una ocasión, no hay dos momentos iguales ni la luz
es la misma dos días seguidos. La luz, encontrarla, apresarla, era el gran
objetivo de una mirada intensa, viva, inquieta, que penetraba entre las
apretadas hojas de los chopos y los intersticios de las rocas.
Con
el paso de los años no amainó en modo alguno su carácter reivindicativo, con un
punto protestón y exigente, que expresaba con el más absoluto desparpajo en voz
alta, sin importarle en absoluto la calidad o categoría del oponente. Era claro
y abierto, como su propia pintura. Con su muerte, desapareció de las calles y
los paisajes de Cuenca alguien que había llegado a ser parte integrante de esos
lugares, como si fuera un elemento más, tan profunda
e íntima era su vinculación al espacio que lo rodeaba, de manera tal que al desaparecer, cumplido su ciclo vital, se produce
un vacío, notamos la ausencia de alguien que durante muchos años ha estado
integrado en nuestra visión de un escenario en el que, de pronto, aparece un
hueco y eso cambia por completo la percepción que tenemos del conjunto. Y eso
ocurre, me parece, con la figura de Óscar Pinar, al que echamos de menos con su
caballete y pinceles en cualquier recodo del camino, sabiendo que ya no lo
volveremos a encontrar.
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