29 02 2024 CUANDO WIFREDO LAM ESTUVO EN CUENCA
Este año en el que estamos, y del que ya
van vencidos sus dos primeros meses, estará marcado, previsiblemente, por la
celebración de dos fechas muy significativas, aunque por ahora no se nos han
desvelado todavía en que pueden consistir los respectivos festejos culturales.
Son, seguramente ya lo saben todos, los cien años del nacimiento de Fernando
Zóbel y los cincuenta de la muerte de Federico Muelas. Ante la magnitud de
estas citas, otras que quizá pudieran tener similar repercusión quedan como
apagadas, diluidas en el conjunto, en espera de que alguien -yo en este caso-
las saque del olvido y las sitúe momentáneamente en el frontispicio del
interés.
Lo que ocurrió en 1924, cuando Wifredo
Lam estuvo en Cuenca, es una circunstancia que invita poderosamente a la
imaginación de quien quiera recrear el ambiente, las circunstancias y las
calles de aquella ciudad en la que el joven artista se integró durante más de
un año. Podemos intentar adivinar qué impresión produciría en la conservadora
ciudad, nada acostumbrada a recibir visitantes extranjeros, y menos de otro
color de piel, la imagen de aquel mulato, mitad chino (por parte de padre) y
mitad oscuro (por su madre), alto, musculoso, bien parecido, guapo y sin duda
de aspecto muy interesante, que recorría calles y rincones de una manera
incansable, pintando sin parar.
Había nacido en un pueblecito de Cuba, y
en la Escuela de Bellas Artes de La Habana empezó a estudiar, decidiendo
continuar su aprendizaje en España. Conoció varias ciudades históricas y en
Madrid entró como aprendiz en el estudio del pintor Álvarez de Sotomayor.
Volvemos a abrir paso a la imaginación para concebir un ambiente estudiantil,
en el que hay tiempo para fiestas y francachelas que le permiten conocer a un
joven estudiante de Medicina, Fernando Rodríguez Muñoz, quien en un arranque de
camaradería lo invita a visitar su ciudad, Cuenca, y Wifredo, que seguramente
no tenía nada mejor que hacer, acepta venir a conocer esta extraña urbe de la
que hasta ese momento no conocía absolutamente nada. Vino para conocerla pero
se quedó el año entero, al amparo de la poderosa familia Conversa, de la que no
hay que decir mucho porque es un apellido sobradamente conocido además de que,
en aquellos momentos, el hombre fuerte de la dinastía, Cayo, era también el
jefe del partido único implantado por la Dictadura de Primo de Rivera, la Unión
Patriótica además de alcalde de Cuenca.
Durante
ese intenso año de estancia en Cuenca, Wifredo Lam reside en un pequeño piso de
la Plaza Mayor mientras que utilizó el edificio de El Almudí como estudio de
trabajo. Había conseguido el encargo de hacer un gran mural para el mercado y a
la vez otros muchos de particulares conquenses, además de ilustrar con un
dibujo semanal la excelente revista La
Ilustración Castellana. Se sabe que asistía a varias tertulias en las que
participaban personas como Pérez Compans, Fausto Culebras, Marco Pérez,
Miegimolle, etc. En la exposición colectiva que tuvo lugar en la ciudad en mayo
de 1927, Lam aportó 17 obras que incluían dibujos, óleos y retratos, siendo uno
de los grandes protagonistas de la muestra.
Sobre el impacto que pudieron causar en
el joven artista algunas de las costumbres locales hay un testimonio, contado
por él mismo en un libro biográfico escrito por
Antonio Núñez Jiménez en el que cuenta lo que pasó cuando recibió un
telegrama informándole que su padre había muerto. “Cuando
se enteraron del telegrama, don Fernando le dijo que debía guardar luto. Se vio
obligado a vestir de negro, con camisa blanca y corbata oscura. Lo hizo solo
durante dos días, porque todo aquello le parecía ridículo”. Por desgracia, la estancia de Lam en
Cuenca proporciona a su biógrafo apenas un par de notas anecdóticas e
insustanciales, nada que nos hable de sus experiencias locales, sus contactos
artísticos o su trabajo, con lo cual carecemos de un testimonio directo que
sería muy valioso.
Lo que sí hizo fue pintar de una manera
incansable; fue una etapa extraordinariamente prolífica, abundante en retratos
de personas y en paisajes, entre ellos los de Zoa Conversa, hija de don Cayo;
el niño Dosantos, el carnaval de Villares, fantasías orientales y uno que llegó
a ser muy famoso, El Bodegón del Toro, recreación
del torico ibérico colocado en una alacena de la casa familiar, entre otras
piezas de barro. Cuadros suyos pintados en Cuenca son Calle Castellana, La Casa de la Sirena, El abuelo Joaquín, Barrio de San Martín, El tuerto de
Tiradores, La Gitanilla o una magnífica colección de retratos de personajes
anónimos, tomados del natural. A los que se deben añadir los ya citados
excelentes dibujos de La Ilustración Castellana que nos ambientan
perfectamente sobre los detalles más íntimos de la vieja ciudad entonces, hace
ahora cien años. Parte de esa obra pudo contemplarse en Cuenca durante una
exposición organizada en la Fundación Antonio Pérez en septiembre de 2003, que
recogía una colección de trabajos realizados entre los años 30 y 50 del siglo
XX. En octubre de 1998, la Diputación Provincial acordó la compra de un retrato
hecho por Lam a Juan Giménez de Aguilar, para incorporarlo a la galería de
presidentes. Y La Casa de la Sirena me acompañó durante los catorce años
que fui director del Teatro-Auditorio de Cuenca; la puse en la pared de
enfrente de mi mesa de despacho, de manera que cada vez que levantaba la vista
la encontraba, sugerente y magnífica.
Lam
nunca más volvió a Cuenca pero siempre recordó la imagen de aquella oscura,
tímida y silenciosa ciudad que dibujó con tanto acierto como cariño. Durante
los dos o tres años siguientes, en verano, volvió a la residencia de los
Conversa en Villares del Saz, donde también hay otra nutrida colección de
cuadros. A partir de ese momento, su obra creció hasta convertirse en el
artista cubano más importante del siglo XX y una de las figuras más relevantes
de su época, con una pintura en la que acertó a mezclar sabiamente sus
ancestros vinculados al espiritismo afroamericano con las técnicas
vanguardistas desarrolladas por Picasso y sus compañeros de generación. A ello
hay que unir una desbordante capacidad para la iluminación colorista, que
impregna sus cuadros de una sensualidad que está ausente en otros artistas de
la vanguardia. Esas cosas pasaban en Cuenca hace ahora cien años. Conviene
recordarlas.
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