30 08 2023 EN EL CERRO DE LA HORCA NO SE AHORCÓ NUNCA A NADIE
Algunos vecinos del actual barrio del Cerro de la Horca quieren cambiarle el nombre. No les gusta y están en su derecho de querer hacerlo, aunque deberían pensarlo bien. Sobre todo, deberían pensar en la argumentación correcta, porque la inicial es inexacta, falsa. No deben decir que les molesta vivir en un paraje donde se realizaban ejecuciones justicieras. No es cierto que ahí ocurrieran tales cosas.
Otros vecinos, en diferentes situaciones,
actuaron de parecida manera. Por ejemplo, a comienzos del siglo XX quienes
vivían en la calle del Cuerno plantearon esa cuestión al Ayuntamiento y
lograron cambiar el nombre por el Paseo de la Alameda (hoy avenida de
Castilla-La Mancha). En fechas relativamente recientes a la nuestra, cuando se
empezó a urbanizar el paraje del Puente de Palo, también quienes iban a ocupar
esas viviendas se sintieron a disgusto con tal título de evidente contenido
popular y lograron que el Ayuntamiento lo rebautizara con un título más
elegante, como Parque del Huécar, que es, desde luego, más insípido y
descomprometido. Por fortuna, otro nombre de raíces populares, las Eras del Tío
Cañamón, sí se mantiene en una calle (y ojalá a nadie le de por quitarlo). Esta
ciudad insensata tiene una peculiar tendencia a borrar los signos de su pasado
si a alguien le parecen demasiado castizos. No hay respeto por lo tradicional y
la nomenclatura urbana lo refleja.
Ahora quieren cambiar el título de Cerro
de la Horca y, como digo, si quieren hacerlo, allá ellos. Pero no se deberían
decir tonterías ni inexactitudes. Porque el pretexto es que en ese cerro se ajusticiaba a los reos condenados a morir en la
horca. Como aval de esta temeraria afirmación ha aparecido en liza algún
licenciado en Historia que ha explicado con pelos y señales cómo se realizaban
los ahorcamientos. Pues miren ustedes: va a ser que no. En el Cerro de
la Horca no se ahorcaba a nadie. Ni en el Cerro de la Horca de Cuenca, ni en
los muchísimos similares que hay con esa misma denominación en la provincia de
Cuenca, ni en los que igualmente se llaman así en varias ciudades españolas,
sin ir más lejos, en la vecina Toledo, que está encantada con el paraje así
denominado, en el que hay un antiguo cementerio judío y ante el que se extiende
una hermosa panorámica de la ciudad. Hasta donde yo conozco, en Toledo, que es
una ciudad elegante y culta, a nadie se le he ocurrido suprimir este título
tradicional del callejero.
Cerro de la Horca es un topónimo
vinculado con la actividad agraria, especialmente la cerealista. Con ese título
designaban los habitantes de cualquier lugar al sitio en que, después de la
cosecha, se procedía a aventar la mies, para separar el trigo de la paja. En la
nomenclatura agrícola, ya tan olvidada en estas ciudades nuestras de coches y
ladrillos, las horcas son herramientas de madera formadas por un
mango largo unido a una pieza dentada en forma de tenedor de tres o cuatro
dientes que se utilizaba para levantar y lanzar o arrojar el heno, la paja u
hojas y amontonarlas para su recolección o descarte y de esa manera conseguir
el cereal limpio para llevarlo a la era.
Nuestro paisano, el canónigo
Covarrubias, en su siempre impagable Tesoro de la Lengua Castellana o
Española, publicado en 1611, lo explica con las deliciosas palabras del
castellano antiguo: “En rigor es una percha, que al cabo se remata en dos
gajos, y suele ser instrumento con que los labradores levantan los hazes de la
mies para echarla en el carro y llevarla a la era, y con ella revuelven la
parva”. El actual Diccionario de la Academia lo dice de forma parecida: “palo que remata en dos o más púas hechas
del mismo palo o sobrepuestas de hierro, con el cual los labradores hacinan las
mieses, las echan en el carro, levantan la paja y revuelven la parva”, o sea,
limpian el resultado de la cosecha de cereales para separar el grano de la paja
precisamente utilizando ese objeto, trabajo que se realizaba en lugares
ligeramente alejados del pueblo y en posición elevada para que la polvisca
producida no llegara a los habitantes del lugar. Pero más gráfico que las
definiciones académicas es visitar cualquiera de los variados Museos
Etnográficos que hay en nuestra provincia en los que es fácil encontrar entre
los instrumentos de la actividad agraria, ejemplares de horca.
Ello me permite, de paso, hacer un ligero recordatorio a la importancia
cerealista que tuvo Cuenca durante varios siglos, de la que sobreviven los
caseríos de Casa de la Mota, La Estrella, Casa de la Torre, Casasola, Casa del
Pozuelo y alguno más. Y por supuesto encantadores topónimos rurales que se
quieren suprimir por criterios de modernismo mal entendidos.
En cuanto al tema de los ahorcamientos,
sorprende también la facilidad que hay en esta ciudad para olvidar cuestiones
elementales, bien conocidas, sobre las que no hay ninguna duda. En Cuenca, el
patíbulo se montaba en el Campo de San Francisco y la picota estaba situada en
un espacio aledaño a la primitiva Plaza Mayor, antes de que ésta adquiriera su
actual configuración. Y es lógico que así fuera. El objetivo que pretendía el
poder al aplicar justicia era, por supuesto, castigar a los culpables, pero de
un modo ejemplar, que sirviera de aviso a navegantes introduciendo en los
cuerpos la necesaria dosis de temor que les alejara las malas intenciones. Por
ello, esta actividad mortífera se realizaba en un lugar céntrico de la
población, al alcance de todo el mundo. Es absurdo pensar que la horca pudiera
implantarse a seis kilómetros de distancia, en un descampado al que nadie
querría ir a disfrutar del espectáculo.
Probablemente, sería más positivo, en el
caso que nos ocupa, aplicar medidas de tipo informativo y pedagógico. Por
ejemplo, se me ocurre que se podría preparar una pequeña plazoleta en la
urbanización con un panel del tipo de los usados en Turismo, para explicar las
razones por la que el sitio tiene ese nombre, acompañándolo de una reproducción
(o incluso un ejemplar real, que seguro que es posible encontrarlo) de una
horca auténtica. Eso serviría en primer lugar para información de los vecinos,
sobre todo de los niños y subsidiariamente de los visitantes del barrio. Y así
todos sabrían por qué ese paraje se llama, desde hace diez siglos, Cerro de la
Horca.
Vuelvo al comienzo: si quieren cambiar
el nombre, háganlo, pero no busquen argumentos erróneos. En el Cerro de la
Horca se realizaban pacíficas faenas agrícolas, nunca se ahorcó a nadie. En
cualquier caso, si esto sigue adelante, yo espero que tan mal ejemplo no se
repita en los demás pueblos que siguen teniendo, en sus inmediaciones un Cerro
de la Horca que recuerda a todos las entrañables y ya casi olvidadas faenas
agrícolas cuando se hacían a mano, antes de que se inventaran todos los
artilugios mecánicos que ahora están en vigor.
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