01 09 2022 CARPE DIEM, LA VIDA ES UNA FIESTA
Reconozco que no soy muy festero pero tampoco pertenezco al grupo de los exquisitos que niega toda validez a los comportamientos sociales vinculados a las celebraciones jubilosas. Creo, más aún, estoy convencido, de que el ser humano necesita momentos de expansión, desahogo o como se quiera decir, con los que compensar los problemas de la cotidianeidad derivada del trabajo, la familia, la comunidad de vecinos o las relaciones con los prójimos. Sería terrible una vida dedicada exclusivamente a cumplir un horario o alcanzar unos objetivos de rentabilidad. Quizá me dejo llevar por el influjo de lecturas ya muy lejanas de varios ensayos antropológicos en los que Julio Caro Baroja exponía cuestiones luminosas sobre las costumbres que la humanidad muestra precisamente en ese terreno, el que tiene que ver con las fiestas populares. Uno de esos títulos, El estío festivo, lo tuve como libro de cabecera durante un tiempo en que estuve documentándome sobre las características del intenso calendario que cobra vida en este país durante los meses de verano.
En ello estamos, todavía, porque si
algunas fiestas ya han terminado, una vez cumplido el ciclo agosteño, otras
muchas aún seguirán tomando forma porque septiembre también ofrece un
repertorio bastante nutrido. Basta con mirar el ejemplo de la capital, donde
apenas concluidas las patronales de San Julián se ponen en marcha las
siguientes, las de San Mateo, de manera que en la práctica unas son continuación
de las otras y no han faltado voces, a lo largo del tiempo, que han intentado
promover de hecho y con todas las consecuencias esa vinculación que ofrecería
poco menos que un mes seguido de fiesta lo cual, si bien se mira, sería una
barbaridad, pero seguro que más de uno y más de dos no lo verían con malos
ojos.
El caso es que los seres humanos
necesitan ese desahogo expansivo vinculado a las fiestas populares y no solo
por afición al mantenimiento de costumbres tradicionales, que ciertamente
tienen su valor, sino porque en la situación de agobio ambiental e informativo
en que nos encontramos desde hace ya mucho tiempo, resulta conveniente escapar
mental y emotivamente, en un intento de transformar la realidad en otra menos
dolorosa, menos amarga, menos complicada. Escapismo, se le llama a eso, y no
hay por qué formular severos juicios sobre semejante actitud. Por la
confluencia de una serie de circunstancias que todos conocemos, los últimos
años están siendo especialmente severos para los seres humanos normales, que
somos la mayoría. La llegada de la pandemia puede ser considerada como el punto
inicial de esta situación crítica, con la guerra de Ucrania y sus consecuencias
inmediatas como el momento culminante en el que ahora estamos inmersos, con sus
secuelas de inflación, precios disparatados, problemático suministro de
combustibles, disparatadas actuaciones en el orden político y todo lo demás que
por bien sabido no precisa de más explicaciones. En ese ambiente que invita al
pesimismo más radical, que huyamos en busca de fiestas, terrazas, playas y
vacaciones puede ser considerado una frivolidad colectiva pero es, desde luego,
una necesidad social como mecanismo interno para resistir ante la adversidad.
Tengo la impresión de que la
ciudadanía conquense se ha sumergido de manera masiva en estas celebraciones
festivas con el mismo entusiasmo con que se prepara la siguiente tanda. En un
ambiente plagado de comentarios negativos los sectores que viven del turismo
(hoteles de cualquier clase y condición, restaurantes, bares y cafeterías)
están encantados de la vida y reconocen que las cosas han ido (están yendo)
francamente bien. Debemos alegrarnos. Otros, seguramente, están teniendo
problemas, pero la impresión es que una amplia mayoría está disfrutando, el
dinero corre de acá para allá, los viajes han vuelto a reanudarse, las
carreteras se llenan con millones de vehículos, trenes y aviones van a tope.
Incluso los aficionados a los toros, tan inconformistas por regla general, han
tenido su cupo de satisfacción. Parece que no se puede pedir mucho más. Por
ahí, los montes arden, los insensatos tropiezan y se caen por las Chorreras de
Enguídanos, los toros embolaos que tanto gustan a los valencianos están
sembrando de dolor tan bárbara costumbre. Pero, ¿a quién importa este
repertorio de calamidades? El mundo es una fiesta y más vale aprovecharla
ahora.
Cierto que, como suele decirse,
luego vendrá el tío Paco con la rebaja, pero también es verdad que nos quiten
lo bailado. Los agoreros parecen disfrutar lanzando advertencias a cuál más
preocupante, asegurando que nos espera un otoño complicado, un invierno
terrorífico, una primavera angustiosa y a lo peor ni siquiera llegamos al
próximo verano. Con esa perspectiva es normal que una amplia mayoría prefiera
liberarse de la realidad y aplicarse el horaciano Carpe Diem. Aprovechemos el
momento, vivamos alegremente este día, y ya veremos lo que pasa en el futuro.
Las fiestas nos ayudan a sobrevivir entre perspectivas negativas. Es mejor
dejarse llevar por el vuelo atrevido de las norias, en cualquiera de sus formas
o sentir la emoción infantil que a su paso despiertan los gigantes y los
cabezudos o contemplar, en el calendario que hay en la Plaza Mayor, cuántos
días faltan para que llegue San Mateo con su despliegue de vaquillas
enmaromadas y las convenientes sutilezas gastronómicas. Luego, ya veremos.
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