17 02 2022 VÍSPERAS DE UNA RECUPERACIÓN MUSICAL

 


Si la autoridad finalmente lo permite y el tiempo no lo impide, este año volveremos a poder experimentar el siempre gratificante binomio de la Semana Santa y la Semana de Música Religiosa. De la primera parte se habla mucho; desde luego, más que de la segunda, que apenas si ha suscitado comentarios tras la reciente presentación del programa ideado por su nuevo director artístico, Daniel Broncano, con unas características que, además de incluir aspectos novedosos, parece contar con ingredientes musicales realmente atractivos para los aficionados a la música. Ello me anima a dirigir la vista atrás y recordar los inicios de este singular festival, que en aquellos momentos produjo un verdadero impacto cultural en la sociedad española.

            No creo que sobreviva nadie que pudiera haber sido testigo directo de lo ocurrido entonces, pero por fortuna hay algunos testimonios que nos pueden ayudar a revivir aquellos emocionantes días. Las Semanas comenzaron su andadura con un marcado tinte españolista en cuanto a obras e intérpretes, como reconocía el inventor de la idea y su primer director, Antonio Iglesias: “ni un solo día sin obra española, pues tal es el inagotable tesoro de la música religiosa de España; cada año, una obra de encargo” y distinguía (cosa que no siempre se hace) entre Música Religiosa y Música Sacra, concepto este último que aún se sigue utilizando en alguna ocasión. “Está claro que nuestro amplio concepto de música religiosa no puede, nunca, confundirse con el más limitado de música litúrgica”, esto es, la que se relaciona directamente con el culto. Y una peculiaridad que Antonio Iglesias persiguió con tesón durante toda su etapa al frente del festival: “Sólo a Dios el honor y la gloria”, frase pronunciada por Manuel de Falla y que el director aplicó a los conciertos, eliminando de forma radical los aplausos, costumbre espartana que el tiempo se encargó de eliminar más tarde.

            El primer concierto tuvo lugar el 17 de abril de 1962, martes santo, a las seis de la tarde, en la iglesia de San Miguel, cita que obligó al Ayuntamiento de Cuenca a realizar un extraordinario esfuerzo para acondicionar el espacio y poder ofertar al público un mínimo repertorio de comodidad, tanto en las escalinatas de acceso a la iglesia como en su interior: iluminación, calefacción artesanal, bancos, limpieza, porteros, etc. Cuando llegó la hora anunciada, un público expectante llenaba por completo el recinto de la flamante sala de conciertos. Como aperitivo, el escritor Federico Muelas ofreció una especie de pregón-presentación de lo que iba a ocurrir a partir de ese momento. Y tras las palabras, la música. Las notas de la Pasión según San Mateo, de Francisco Guerrero, fueron las primeras en demostrar la brillante sonoridad del templo reconvertido en sala de conciertos. En el escenario, el Coro de Radio Nacional de España, dirigido por Alberto Blancafort y con las voces solistas de Ramón Sola y Antonio Cantero. Las Lamentabatur Jacob, de Cristóbal de Morales y el Officium Defunctorum, de Tomás Luis de Victoria, completaron aquel denso programa que produjo una auténtica conmoción en quienes asistieron a él.

            Luego, en los tres días siguientes, la Orquesta Filarmónica de Madrid y el Coro de Radio Nacional de España ofrecieron otros tres conciertos, bajo la dirección de Odón Alonso, que se convertiría andando el tiempo en la más constante presencia en Cuenca, dirigiendo conciertos todos los años hasta su última comparecencia, que se produjo sin que desde la ciudad se tuviera con él ni un pequeño reconocimiento por su impagable dedicación a las Semanas. Dentro de ese repertorio, el viernes santo, 20 de abril, se estrenó la obra de Alberto Blancafort Sinfonías para el viernes santo, comenzando así la serie de primeras audiciones de obras, algo que se ha convertido en una de las señas de identidad de la Semana. La crítica especializada acogió con un sonoro aplauso la idea surgida en Cuenca. Quienes entonces eran los pontífices máximos del análisis musical, Antonio Fernández Cid y Enrique Franco, no ahorraron calificativos y pronosticaron larga y fecunda vida al festival.

            La ha tenido, salvo algún tropezón de vez en cuando. Del último, aún reciente, parece que estamos en condiciones de salir adelante. Por muchos motivos, incluso personales, lo deseo de manera ferviente. Sólo haría falta poder recuperar la iglesia de San Miguel, tantos años ya cerrada y si uso, para decir que todo vuelve a ser como solía.

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