12 12 2020 LA DESOLADA IMAGEN DE LA ESTACIÓN

 


     Si hay un tema sobre el que tengo una profunda simpatía, alimentada durante muchos años, es el que tiene que ver con el ferrocarril en general y especialmente con esa variante que venimos denominando el convencional, o sea, el de toda la vida, el que va renqueante y con tropezones (rara es la semana que no se produce alguna avería), marchando a paso de tortuga y pasando por delante de lugares donde hubo (y ya no hay) estaciones, mientras espera que en algunos de esos puntos suba o baje alguno de los pocos pasajeros que aún lo siguen utilizando. Por esa simpatía innata en mí y por un rescoldo que aún me queda de afición por las causas perdidas, me conmueve que de vez en cuanto se alce una voz reivindicando el que fue importante servicio público, condenado a desaparecer mediante un acto voluntario, consciente y premeditado, de quienes debieran haber hecho todo lo posible por mantenerlo activo. La verdad, no creo que ya sea posible.

     Viví en una casa situada justo sobre el paso a nivel. Cuando llegamos a ella, pensamos que sería muy problemático poder soportar el constante paso de los trenes, sobre todo las incesantes maniobras de aquellas poderosas máquinas negras, humeantes y ruidosas, que se entretenían en hacer maniobras, para delante, para atrás, para delante, para atrás, mientras la sirena de la barrera emitía incansable su sonido de aviso. A los dos días ya nos habíamos acostumbrado y el ritual del paso de los convoyes formaba parte de nuestra cotidianeidad y, además, era un espectáculo muy entretenido para los niños.

      Pasaban toda clase de trenes, regionales, automotores, expresos, el Talgo, el Ter. A mí me maravillaban sobre todo los mercancías, largos, muy largos, con docenas de vagones que transportaban troncos de madera, cubas de vino o de aceite o de quien sabe qué. Iban despaciosos, muy lentos, arrastrados por un ritmo de trepidación cansina sobre los raíles, envueltos en misterio: ¿de dónde venían? ¿a dónde iban? Se sucedían los trenes en la estación de Cuenca, a pesar de que una solitaria línea pasa por ella, pero era suficiente para mantener una actividad, una viveza que ahora, vista desde la distancia del tiempo, parece quedar envuelta en un sueño que puede incluso llegar a parecer ficticio.

      La estación era punto de cita para la ciudad. La gente iba a pasear, a ver los trenes, a tomar café o el aperitivo en la cafetería. Mucho antes, en una época que ya no hemos conocido, salvo por las crónicas, se iba también allí a esperar la llegada de la prensa de Madrid, si había corrido la voz sobre algún suceso, sobre todo político, un cambio de gobierno, una disputa en el parlamento, una ley necesaria, cualquier cosa de esas que atraen tanto y que siempre hay ganas de conocer cuanto antes.

      Ir ahora a la estación de Cuenca produce una sensación profundamente deprimente. No hay nadie de visita, ni esperando un tren que pasará dentro de muchas horas. La taquilla está siempre cerrada; a su lado, una espantosa máquina automática sustituye con su frío teclado la que era amable conversación con el taquillero, intercambio de palabras sobre el destino o el horario. El despacho de la prensa fue el primero en cerrar y desaparecer; ninguna otra dependencia está activa. En los andenes sólo impera el silencio, la soledad; apenas si hay un armatoste situado en una vía que antaño estaba ocupada por otros trenes en reposo. Cerca, los viejos barracones, cada vez más deteriorados, esperan que alguien tenga el valor de dictar una norma de protección (la prometieron hace mucho tiempo) que seguramente llegará tarde, cuando ya los hayan derribado.  A veces, alguien todavía, un iluso, habla de reactivar el tren convencional que pasa por Cuenca. Siguen teniendo toda mi simpatía. Es lo único que se puede dar a estar alturas.

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