11 04 2020 NADIE HA VISTO AÚN LA PRIMAVERA





Nadie ha visto aún la primavera
       Desde las ventanas enrejadas de mi casa contemplo el fastuoso espectáculo de la Hoz del Huécar y, en la lejanía del horizonte, el Cerro del Socorro con su Corazón de Jesús luciendo en la noche la singular linterna luminosa que tanto sorprende a buena parte de nuestros visitantes. De tanto verlo, el paisaje se ha convertido en un hecho cotidiano, próximo, que se va desprendiendo de los calificativos con que suelen adornarlo quienes escriben de él. El poderoso roquedo calizo que dibuja formas atrevidas en el aire, el alegre discurrir de las aguas del río, la amable vegetación que cubre su canalizada ribera, son elementos familiares, como si formaran parte natural e indisoluble de mi propia vivienda. Desde ella, sigo ahora, día a día, casi minuto a minuto, la lenta evolución de la fronda de los chopos, espiándolos en busca de las señales que den fe de la llegada efectiva de la primavera.
       Ese era, normalmente, un proceso inadvertido. Cualquier día, sin avisar, podía ver desde las ventanas que la desnudez absoluta de las ramas había dado paso al manto amarillento, brillante de miles de hojas cubriéndolas para llenar así de vida la soledad invernal de los árboles. Y en pocos días, apenas tres o cuatro, todo el paisaje perceptible se había adornado con la luminosidad esplendorosa que transforma los rigores del periodo frío en un templado aroma de esperanza. Este año, no. Este año, desde mis ventanas veo cómo la primavera se resiste a entrar frenéticamente, inundándolo todo; al contrario, casi puedo seguir el milimétrico avance de las yemas tomando forma, siguiendo el ritmo que marca la naturaleza, antes de proceder a la definitiva explosión que venga a cubrir y vestir a los árboles. Este año tengo tiempo, mucho tiempo, para mirar desde cualquier ventana y seguir al momento lo que pasa en el exterior, donde sólo hay naturaleza, una montaña, un río, unos árboles, una calle desnuda y vacía, un barrio, el de Tiradores, del que sólo llega el ruido que cada anochecer, a las ocho, se engarza a través del aire con otros sonidos similares encargados de escenificar que, pese a todo, este país sigue vivo.
       Es también, un tiempo atípico, vacío de otros sonidos que, cuando se producen de manera habitual, periódica, suelen provocar comentarios quejosos, como si fueran una molestia impuesta a quienes no comparten la misma afición pero que este año, ahora que no se oyen, dejan sentir un vacío incómodo. Echo en falta, sí, el rítmico golpear de las horquillas de los banceros cuando pasan por delante de mi casa, y el estrépito de los tambores y clarines que esta mañana de viernes santo deberían estar alborotando la madrugada y el bullicio de la Plaza Mayor atrapada en el incesante ir y venir de un gentío multiforme y multicolor y el desconcierto de los turistas, que nunca consiguen saber bien del todo de que va esto. El silencio, el vacío, han venido a sustituir a lo que, molestias incluidas, eran señal de vida, animación, agitación.
      Probablemente ya estamos viendo (presintiendo, más bien) el final de este angustioso túnel en el que nos hemos visto atrapados sin saber todavía muy bien cómo ha podido ocurrir tal cosa. Esta sociedad industrializada, informatizada, colosalmente informada, que levanta muros y alambradas para impedir invasiones de gentes extrañas, no se ha enterado de que venía un enemigo sinuoso y mortal, que se ha colado por todos los intersticios imaginables para sembrar un pánico colectivo que nos ha llevado al confinamiento voluntario durante semanas. Fuera, pausadamente, la primavera se ha tomado su tiempo minucioso para llegar al estallido final. Ojalá ese momento cumbre coincida con ese otro en el que podremos recuperar la libertad.



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