05 10 2019 LA TIERRA VACÍA, LUGARES VACIADOS
La tierra vacía,
lugares vaciados
Desde
hace algún tiempo se multiplican y reproducen los lamentos y los discursos
sobre la situación, verdaderamente triste, que se ha ido generando en un amplio
espacio, considerable, de la España interior, vaciada o vacía, según
preferencias, del más importante elemento que caracteriza la existencia de un
territorio, las personas, los habitantes, la gente. Doy por supuesto y sentado
que todos los que hablan de este tema lo hacen de manera bienintencionada, pero
eso no me impide pensar que hablan por hablar, esto es, se mantienen en el
nivel de las declaraciones, sin llegar en ningún momento a apuntar algún
remedio efectivo para corregir una situación problemática.
Ninguno
de quienes se pronuncian por los males actuales quiere recordar dos cosas: la
primera, que esto se ha venido alimentando durante muchos años, sin provocar
especiales alarmas ni propiciar intervenciones encaminadas a impedir lo que se
veía venir; la segunda, que la propia administración pública ha permitido,
fomentado y alentado el desmantelamiento de los servicios que tradicionalmente
se han considerado esenciales para la supervivencia de una comunidad social.
Con una ceguera desconcertante, apelando como una única argumentación (errónea,
por no decir falsa) a la reducción de costes económicos, las entidades
administrativas de todo tipo han ido eliminando escuelas, centros de salud,
cuarteles de la guardia civil, farmacias, veterinarios, agencias de servicios y
cualquier organismo que, aparte de su función específica, contribuía a mantener
activa la vida de los pueblos. A lo que se añade ahora, y es lógico, la
progresiva supresión de entidades bancarias, siempre dispuestas a imitar los
malos ejemplos con tal de ahorrarse unos cuantos euros. De esa manera, de los
pueblos ha desaparecido la clase social dirigente que era, a la vez,
representativa de la coherencia interna que garantizaba la convivencia
colectiva: el médico, el maestro, el cura, el sargento de la Guardia Civil, el
farmacéutico y quizá algún otro funcionario público representaban, junto al
alcalde (que ya tampoco reside en el lugar), ese punto de referencia
institucional necesario para que el pueblo tuviera conciencia de que existía.
Así,
donde había vida y actividad social se ha implantado el vacío, la nada. Y como
tampoco hay una actividad económica capaz de incentivar los ánimos, tan
alicaídos, el resultado nos lleva a una situación de claro pesimismo, por no
decir desesperanza. No quiero yo incidir en esa impresión negativa. Al
contrario, respeto a quienes hablan y discursean sobre la conveniencia de hacer
algo. Estaría más tranquilo si, además de hablar del problema, fueran capaces
de sugerir algún remedio realizable.
En
estas cosas y en otras parecidas meditaba hace unos días paseando por las
calles vacías, desérticas, de Villar de Cantos, una aldea de Vara de Rey, en el
corazón de la Mancha, que llegó a tener casi más habitantes que su villa matriz
y ahora vive en el más absoluto abandono pero, curiosamente, a diferencia de
otros muchos lugares, sobre todo en la Alcarria, que además de perder a la
gente conocen un progresivo proceso de ruina en las edificaciones abandonadas,
en este caso el pueblo se mantiene en pie de manera impoluta, porque los
antiguos vecinos han acudido a mantener y rehabilitar sus viviendas, e incluso
los espacios públicos, de manera que pasear por estas calles, plazas y
jardines, incluida la iglesia, no es hacerlo a través de solares comidos por
los matojos silvestres, sino por un espacio urbano perfectamente conservado. Lo
cual, verdaderamente, produce un notable desconcierto y abre una gran
interrogación, en este caso acompañada del silencio que impera en el lugar, vacío
y solitario.
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